Por: Jean Maninat
Se diría una escenografía de Walt Disney: un palacio reluciente, un pasticho de estilo neoclásico, salpimentado con una pizca renacentista, su tantito de gótico y por si fuera poco portones con motivos Art nouveau. Con un poco de licencia histórica podría pasar por una obra magna de Robert Venturi y sus seguidores del posmodernismo arquitectónico. Pero no, se trata del Palacio Nacional de El Salvador, recargado de un gusto ecléctico y los rasguños que dejan bajo la superficie las asonadas militares, como buena parte de los palacios de gobierno de Iberoamérica.
Mediante un zoom in gracias a la cámara principal de la Nave Interestelar de Observación Democrática (NIOD) que recorre el universo recolectando muestras planetarias de comportamiento democrático, enfocamos vertiginosamente el edificio gubernamental iluminado por múltiples reflectores como una gigantografía publicitaria, hasta aterrizar en un balcón donde un hombre que luce de mediana estatura y aire levantino, se dirige enérgico -pero sin grandes aspavientos- a una multitud que emite el ruido sordo de las multitudes -como un ronroneo- cuando aprueban al prestidigitador de turno que les desgrana un futuro promisorio de abundancia y sosiego.
Desde el balcón, que semeja una vitrina iluminada, el recién releecto Nayib Bukele pasa su aplanadora por encima de las autoridades electorales de lo que pronto será su reino y se autoproclama vencedor de las elecciones presidenciales apenas realizadas. En realidad adelanta lo que considera un inútil trámite de etiqueta, pues al fin y al cabo todos -lo que se dice todas- saben que ganaría mayoritariamente, pulverizando el polvo que quedaba de los partidos que le hicieron oposición. No lo pudieron parar cuando se presentó inconstitucionalmente a la reelección, menos lo podrán ahora con la aplastante victoria que lo anima. Voto mata democracia, es la consigna.
Desde el balcón, que ahora semeja un nacimiento iluminado, anuncia que comienza la era de la “democracia de partido único”, que democracia quiere decir gobierno del pueblo y por tanto los salvadoreños tienen derecho a gobernarse como bien les venga en ganas, y que él no aceptará que ni colonia, ni imperialismo, ni elitismo, ni plutocracia, les vengan a decir cómo gobernarse, pues lo que desean los salvadoreños es ser autogobernados por él y solo por él.
(A bordo de la NIOD, los tripulantes-observadores intercambian carraspeos y miradas vacías. Dado su obligada neutralidad no les está permitido expresar opiniones ni en voz alta ni baja. Tan solo registran con sus Demoscans la intensidad de las ondas democráticas que emiten las sociedades bajo su lupa).
Gracias al modelo de “democracia a la salvadoreña”, sus ciudadanos y ciudadanas vienen de elegir la cabeza de una nueva especie de monarquía centroamericana, que se puede reelegir tantas veces como el cuerpo le aguante y el pueblo desee pues en palabras de su fundador: no son lacayos de nadie. La democracia es moldeable de acuerdo a la “visión” del elegido, del “proyecto” que cambiará para siempre el país, que le devolverá el poder al “pueblo” y lo liberará de la “casta” y de paso del fastidio de tener que pensar, deliberar, y decidir democráticamente…
Bukele I, viene de ascender al trono, millones de votos así lo decidieron.