Una semana atrás, la noticia de un chantajista que amenazó con envenenar comida en supermercados alemanes duró poco tiempo en el firmamento de la maldad contemporánea. Las cámaras de video de una empresa que vende alimentos en grandes superficies grabaron a un sospechoso, con gorro de invierno celeste, chaqueta de cuero negra, pantalones negros, lentes y gesto severo. Al distribuir su imagen, atraparon al personaje identificado inmediatamente.
Al leer la noticia, recordé vagamente lo que había oído en una reunión corporativa donde una persona relató que en 1991 la empresa Nestlé, de Brasil, sufrió uno de los peores ataques a su reputación que haya conocido una multinacional.
Ocurrió en el mes de marzo, a principios de los noventa, cuando una de las operadoras recibió una llamada que la inmovilizó: un hombre que se hacía llamar Agente Paulo exigía que le pagaran 1.5 % de la facturación de la empresa en Brasil, en lingotes de oro. Si no cumplían esta exigencia, envenenaría sus productos con cianuro.
Entre marzo y agosto la empresa vivió una conmoción aterradora. Primero, comprender si el peligro era real. Luego, cómo proceder con una amenaza tan contundente para la imagen de la empresa. Después, evaluar el riesgo ante una acción que ponía en peligro la vida de clientes.
Cuando entendieron que no iban a pagar, abrieron toda la información hacia los medios de comunicación. Repartieron un dossier completo de todas las aristas del caso en medios impresos, televisión y radio. Incluso estimularon llamadas telefónicas -como ya es un lugar común en las películas policiales-, tratando de alargar la conversación para que pudieran rastrear la llamada.
Todo fue inútil: cuando advertían que habían ubicado al chantajista, en ese punto de la ciudad no había nadie. Nestlé era en ese momento la segunda empresa con mayor facturación en publicidad en medios de comunicación. Podían ocultar ciertos datos, pero optaron por la transparencia. Y comunicaron lo más difícil de todo: que habían perdido el control de la calidad de sus productos. Que eran vulnerables.
En ese momento la marca Nestlé contaba con dos valores que fueron pulverizados por este acto terrorista: “Calidad y confianza’’. Hasta el día de hoy se cree que quien se ocultaba detrás de este crimen era la competencia. Pero nadie jamás pudo acusar a nadie. El agente Paulo se mantuvo en la sombra y ni siquiera el apellido que usaba, Parenti, condujo a alguna pista valiosa. Y se desvaneció.
Un año más tarde, el primero de abril de 1992, que es conocido como el día de la mentira en Brasil, Anna, la secretaria del presidente de la empresa, Félix Braun, recibió una llamada que nunca olvidó. Ella había sido la persona que siempre aglutinó todos los aspectos del caso del Agente Paulo y que conocía los detalles íntimos de este terremoto empresarial.
Del otro lado del teléfono oyó una voz que le decía: “Hola Anita, como estás’’. Empezó a sudar frío. “Hay algo que me preocupa, Anita. ¿Por qué has escogido justamente hoy un camino diferente para ir de tu casa a la oficina?’’. Silencio. “Quiero que entiendas que esto no es una broma. Yo regresaré’’. Y colgó.
Pasaron muchos años sin tener noticias de esta historia. Un día la empresa alemana que convirtió el lápiz en objeto de arte, Faber Castell, fue amenazada en sus oficinas de Brasil. Si no pagaban, envenenarían con cianuro la cabeza borradora de los lápices, esas que los niños suelen llevarse a la boca.
Muchas personas se alarmaron, pero ninguna como los empleados de Nestlé que vivieron esa historia en 1991. El que se quema con leche, le tiene miedo a la vaca.