Publicado en: El Universal
“El hombre de acción es el que en una coyuntura singular y única, elige en función de sus valores e introduce en la red del determinismo un hecho nuevo”. Eso escribía Raymond Aron (1959) en su prólogo al trabajo de Weber, “El político y el científico”. Así, tener la mirada puesta sobre las consecuencias de jugadas en contexto siempre movedizo, demandaría del político voluntad, precaución y habilidad: no para asegurar que nunca se equivocará, sino para hacerlo lo menos posible. “Obrar razonablemente es adoptar, tras haberlo meditado, la decisión que ofrezca más probabilidades de conseguir el fin que se pretende. Una teoría de la acción es una teoría del riesgo, al mismo tiempo que una teoría de la causalidad”.
Crucial encargo el del político. Procurar acomodos en la cuerda floja de la incertidumbre. Dar pasos firmes a través de lo que suele ser selva intrincada, consciente de que se está al frente de una nutrida caravana, que se es responsable por la suerte de los más. Para asumir esa conducción debe ser capaz de concitar la confianza y el concurso de aquellos. Convencerlos de que es él o ella, no otros, los calificados para la tarea. Que si bien el éxito no es una garantía, un balance de medios y recursos lleva a creer que en el camino escogido hay menos ocasión para el extravío. Camino que, cuando la coyuntura se vuelve díscola, facilitaría también algún ejercicio ventajoso de control.
Obrar razonablemente” para anticipar consecuencias es, pues, medular en ese tránsito. Esto es, lo contrario de lo que se plantea el pequeño chimpancé que, armado de un palo y su mondo optimismo, sin calcular desenlaces para su temerario avance, pretende atacar al león dormido. Necesario es proyectar, entender los peligros y hacerlo sobre la marcha; no para desistir del envión, sino para saber cómo operar con ellos. Porque si bien los planes no son antídotos infalibles contra la debacle, al menos ofrecen pistas para enfrentar aquello que el premier británico Harold MacMillan consideraba lo más inquietante de su oficio: “los acontecimientos, hijo, los acontecimientos”.
«Obrar razonablemente” para anticipar consecuencias es, pues, medular en ese tránsito. Esto es, lo contrario de lo que se plantea el pequeño chimpancé que, armado de un palo y su mondo optimismo, sin calcular desenlaces para su temerario avance, pretende atacar al león dormido. Necesario es proyectar, entender los peligros y hacerlo sobre la marcha; no para desistir del envión, sino para saber cómo operar con ellos. Porque si bien los planes no son antídotos infalibles contra la debacle, al menos ofrecen pistas para enfrentar aquello que el premier británico Harold MacMillan consideraba lo más inquietante de su oficio: “los acontecimientos, hijo, los acontecimientos”.
El canadiense Michael Ignatieff, quien hizo de su agridulce paso por la política un auténtico espacio de disección para el tema del éxito y el fracaso de los líderes, ya lo advertía: “las maniobras políticas de última hora no suelen evitar el naufragio de una nave que se está hundiendo”. Lo cual lleva a pensar que si esa noción de la causalidad a la que se refería Aron no se inserta en un continuum, es poco probable que la enmienda tardía o la marcha caótica sobre cadáveres logren revertir el daño: no el sustancial, al menos. Incluso, podrían profundizarlo, en tanto el afán remede la incierta reconstrucción sobre bases endebles y malogradas.
La reflexión remite a la coyuntura venezolana, donde no sólo un gobierno fallido, sino una oposición fallida trajina con las resultas de sus limitaciones para introducir novedad en el statu quo y promover así un cambio. Cabe preguntarse cuántos de esos fallos son hijos de los anteriores, de los que se consumaron hace dos, tres, más años; hasta qué punto se empalman, incluso, con desórdenes no exorcizados que se arrastran desde hace décadas. ¿Acaso el sinsabor que hoy deja la política entre ciudadanos escépticos, molestos o abrazados al ni-nismo no delataría el ciclo crónicamente truncado, el boquete que no surge de la noche a la mañana?
En país al que muchos prefieren atribuir memoria corta, las secuelas de tales yerros resucitan a las puertas del proceso electoral. El súbito, compulsivo convencimiento de que “hay que avanzar”, sin mínima autopsia de lo (des)hecho, no parece contemplar que, al esfumarse la coordinación estratégica, la verbalización de la urgencia es apenas flatus vocis. Que a merced de las tirrias cainitas, los discretos pero sustantivos avances técnicos que se gestionan en el CNE, por ejemplo, se licuarían en la intrascendencia. Que si bien el encuentro gobierno-G4 podría abrir una ventana proclive a la “cooperación antagónica” (D. Welsh), sin diálogo interno para acordar candidaturas unitarias, capaces de encarnar la integración de posiciones contrarias, se reduce el chance de concretar mayoría democrática y rearmar el flanco doméstico. Porque en atención, además, a heridas una y otra vez abiertas y desatendidas, la conexión emocional que da soporte al voto aparece comprometida.
A santo de ese principio de causalidad tan subestimado, persiste el problema: ¿cómo recomponer un vínculo entre liderazgo y sociedad que sea no sólo electoralmente efectivo y afectivo, sino perdurable? ¿Qué hacer si la identidad partidaria ahora mismo es casi nula; si la apuesta a la elección racional sucumbe por culpa de la apatía y la desinformación? Apelar a la sintonía emocional es movida forzosa, pero que también se enmarca en ese “obrar razonable” y consistente de la dirigencia. Ignorar que la desmaña de ayer dejó tajos vivos como legado, será como creer que el león abruptamente despertado por el leñazo optará por celebrar la imprudencia.
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