Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
La Universidad Central de Venezuela encarga a su catedrático de Legislación Civil y Criminal que ofrezca palabras de bienvenida al general José Tadeo Monagas, quien acaba de ganar por segunda vez las elecciones presidenciales después de haber dejado el cargo en las manos de su hermano José Gregorio. El ambiente es pesado, no solo por el traspaso del mando mediante un trámite odioso para los principios republicanos, sino también por las guerras que han ocurrido hace poco contra el gobierno de la parentela. La autoridad convertida en transacción familiar y los anteriores movimientos de armas protagonizados por la fusión de godos y liberales contra una hegemonía que consideran ominosa, aconsejan un recibimiento que no le arroje más leña a la candela. Por consiguiente, el claustro escoge a uno de sus miembros más recatados, a un hombre que admiran por su prudencia alumnos y lectores. No hay que enojar al general en su triunfal regreso, y por eso debe hablar el profesor Cecilio Acosta.
Es 4 de febrero de 1855, y después de las cortesías de rigor, el profesor lee frente al mayor de los Monagas un párrafo que conviene copiar sin muchos recortes. Dice así: “Destierro. Borremos esa palabra de nuestros códigos. Si por el tiempo no, por la civilización sí. ¿Sabéis lo que es el destierro? Un lugar donde las lágrimas queman, donde no se ve subir el humo del techo paterno; donde no hay, para sentarse, sombra de árbol amigo; donde se abre la puerta al perro del amo, y se le cierra, se le echa en la cara al extranjero; donde no se puede decir esa expresión tan sabrosa, y que representa una historia de amor: ‘Esto es mío, porque fue de mis mayores’; donde no pueden los padres llevar los hijos a su pecho para enseñarles a pronunciar su nombre y el nombre de Dios. (…) Desde este lugar leo en esas cicatrices vuestras, ganadas en mil gloriosas lides, vuestro acendrado amor a la patria, a esta patria que no es otra cosa que este cielo, este aire, estos climas, estas tierras y la paz inalterable de hogar, donde es tan dulce el sueño. Empecemos la regeneración por un abrazo cordial, por un abrazo de hermanos”.
En la literatura del nacimiento de la república no hay una pieza tan hermosa sobre el dolor del ostracismo, ni una posición tan valiente cuando se acaban de vivir escenas de división y violencia que incumben al hombre poderoso que escucha el discurso. Acosta, mediante alusiones sobre las cosas que más encarece la cotidianidad y que desaparecen por el rigor del exilio forzado, se refiere a las carencias de quien es alejado de su tierra por la brutalidad y por el pavor. El ostracismo es el desgarramiento de una vivencia apacible que se esfuma, el derrumbe del domicilio por voluntad ajena, la pérdida de los afectos condenados a destinos remotos por circunstancias de hostilidad, el abandono del paisaje convertido en foráneo e inaccesible. Mientras navega en las aguas habituales de la gente sencilla, mete el dedo en la llaga de un drama que no solo incumbe a quien lo sufre, sino también a quien lo provoca. Pero, para no dejar las cosas en una escala aparentemente superficial, describe la fuente que ha movido sus vocablos. Agrega frente al victorioso José Tadeo: “Señor, yo no, vos sois el autor y, si hay culpa, el culpable de estas ideas. Yo las aprendí en las aulas, las bebí en Montesquieu y Juan Jacobo, legados estos de la libertad, y la libertad legado de Colombia obra vuestra”.
El destierro no solo es inadmisible ahora porque provoca tormentos en la vida de las personas, sino también porque conspira contra los fundamentos del pensamiento de la Ilustración y contra valores esenciales de la república recién establecida. Cecilio Acosta toca el tema de la cohabitación de origen liberal por la cual se luchó durante la Independencia debido a la influencia de la modernidad, un tesoro que se esfuma o tiende a desaparecer en función de los apetitos del mandón de turno o de quienes provocan odios banderizos. De allí que no estemos ante palabras dedicadas a un determinado tipo de temporalidad. Sin estridencias, sin vociferaciones, sirven para nuestros días.