I.
Nos han hecho tanto daño que ya no sabemos si vale la pena hacer un inventario de lesiones. Tantas veces nos han abofeteado que, seguramente, ni Jesús hubiese vuelto a poner la otra mejilla. Han sido tan crueles, injustos, tramposos, prepotentes e irresponsables con el futuro patrio que no debe existir dios alguno, ni tribunal humano justo, que los absuelva.
Han sido tan pendencieros, guapetones de barrio, tan “alcapones”, tan “pinochet”, tan esbirros de la Seguridad Nacional que su discurso sobre al amor a los otros lo que les provoca es llanto.
Tienen en el lugar del corazón un rollo de alambre de púa tan largo que alcanzaría para cercar todas nuestras fronteras. Disfrutan con el sufrimiento humano. Acusan de torturadores a los gobiernos anteriores y ahora ellos lo son impúdicamente. Como en los tiempos de las dictaduras militares, las cárceles del país están llenas de presos políticos y, como nunca antes, las calles de personas que, desamparadas, buscan comida en las bolsas de basura.
Tienen pedigrí de violentos. Unos fueron militares golpistas, intentaron hacerse del poder político a fuerza de tanques y metrallas: no lo lograron pero dejaron ensangrentadas las calles de Caracas. Otros practicaron el secuestro, jugaban a la lucha armada cuando hacía años que el país había aprendido a vivir en democracia. También fueron terroristas encapuchados de ultraizquierda, tiraron piedra sin causa conocida, quemaron autobuses, saquearon a pequeños distribuidores de alimentos impunemente. Eran actos cobardes. No lo hacían en la calle, sino amparados en la autonomía que la democracia les había permitido a las universidades públicas e impedía la entrada de la policía a sus campus.
II.
En Venezuela muchos padres y abuelos se van quedando solos. Irse del país es una opción cada vez más frecuente. Todos los días una familia atraviesa el mural de Cruz Diez en el aeropuerto internacional para despedir a alguno de sus miembros. Alguien introdujo la noción de “padres y abuelos huérfanos”. La mayoría huye de la inseguridad auspiciada por el poder para espantar a la, para ellos, incómoda clase media. Otros, en busca de mejores empleos, la posibilidad de desarrollarse profesionalmente y tener mejores ingresos. Muchos, centenares, se autoexilian, huyen de la persecución política roja, de un carcelazo anunciado sin debido proceso.
III.
Así ha sido siempre. Los autoritarismos hacen huir a las poblaciones de los países donde ocurren. En los años 1970 y 1980 Europa y algunos países latinoamericanos, entre ellos Venezuela, se poblaron de argentinos, uruguayos y chilenos que huían de Pinochet, Galtieri y Bordaberry.
Pero el autoritarismo mezclado con estatismo causa lesiones mayores aún. Al miedo se le une la pobreza. Desde 1959, cuando los barbudos llegaron a La Habana, no ha pasado un solo día en que un cubano, arriesgando su vida, no haya intentado atravesar, en una balsa, las 30 millas de mar oscuro que separan la isla cuartelaria de la democracia estadounidense.
Ahora nos tocó a nosotros, los venezolanos, experimentar ser los desterrados. El autoritarismo siempre, siempre, parte los países, divide a los hermanos, separa a las familias. La estampida apenas ha comenzado. “Balseros del aire” nos llamaron alguna vez en Florida.
IV.
En las desgracias políticas de América Latina se cruzan tres escuelas. La del militarismo, que se incubó con el hecho de que fueron fuerzas militares las que crearon nuestros Estados-nación y no los Estados-nación los que crearon los ejércitos. La del estatismo, que se hizo arquetipo gracias, primero, a los tres siglos de vida colonial sometida a un rey y un Estado feudal. Luego, a la escuela dogmática del marxismo decimonónico que se apropió de las universidades públicas latinoamericanas. Y, por último, la del personalismo o caudillismo, que –hija de las dos anteriores– tiene su punto de partida en el culto al rey, primero; a los próceres de la independencia, después, y su apostilla en la fragilidad de nuestras instituciones. El chavismo las batió las tres en una coctelera y vertió sobre la nación este proyecto Frankenstein que ahora nos abruma. Un coctel llamado barbarie.