Por: Asdrúbal Aguiar
Las dilaciones sobre la cuestión venezolana son un crimen de lesa majestad, de cuyas responsabilidades mal se podrá librar la comunidad internacional. No le bastará el tiempo para lamentarlo.
El presidente de Colombia, Iván Duque, formado en el mundo de los derechos humanos, ha pedido a la Corte Interamericana eleve su voz ante la Corte Penal Internacional para que las denuncias – incluido el Informe de la Alta Comisionada de la ONU, Michel Bachelet, obra de sus colaboradores – sobre los crímenes de lesa humanidad ejecutados por el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela sean juzgados, y ya mismo. Urge frenar el infierno que padecen los venezolanos y sus países de obligado destino.
António Guterres, secretario de la misma ONU y ex presidente de la Internacional Socialista, sigue impávido. Estira la arruga y apela al lenguaje doble, como lo hiciera en su momento José Miguel Insulsa, hoy exsecretario de la OEA. No le pesa el desangramiento de la población venezolana, que es apenas un punto de agenda y motivo para el incremento de su burocracia multilateral. Nada le importa una república que deja de ser tal, cuyo territorio lo despedazan la narco-guerrilla colombiana (ELN y FARC), las asociaciones criminales cívico-militares y de “pranes”, el Hezbollah, y de cuyas riquezas se nutren Cuba, Rusia, China, Siria, y hasta el señalado grupo terrorista islámico para continuar con su empresa de maldad absoluta por el mundo.
El asunto viene al caso pues el Consejo Permanente interamericano, de seguidas al discurso de Duque se reúne – bajo el liderazgo de Luis Almagro, su actual secretario – y acuerda, con 21 votos, condenar las violaciones graves, generalizadas y sistemáticas de derechos humanos – léase, crímenes de lesa humanidad que incluyen asesinatos, torturas y desapariciones forzadas de personas – en Venezuela, demandando se lleven a los responsables ante una Justicia universal independiente y se les castigue.
El precedente es oportuno, de mucho peso. Con buen tino – mediando la hábil experticia del representante venezolano de Juan Guaidó, presidente encargado y cabeza de la Asamblea Nacional, Gustavo Tarre Briceño – el problema se sale de bulto, finalmente. Desnuda el comportamiento cínico de los intereses internacionales coludidos; esos que desvian la atención hacia lo subalterno: hacia la supuesta polaridad y hasta paridad política entre Guaidó y Maduro, o entre Maduro y Guaidó, que habría de resolverse con unos buenos oficios o mediaciones diplomáticas.
Es como si no les importase el riesgo de quedar al desnudo, como desnuda está desde siempre y allí la realidad venezolana: un Estado que dejó de ser tal para transformarse en una multinacional del crimen organizado y el terrorismo. No calumnio, hablo con hechos, los describo.
Ayer, no más, esa misma comunidad de Estados y gobiernos, y al paso el expresidente Juan Manuel Santos, Premio Nobel de la Paz, se escandalizan y rasgan las vestiduras ante el anuncio por las FARC de que vuelve a su “negocio” y reasume las armas; le pone término a los acuerdos de paz e impunidad facilitados por Noruega y La Habana.
A pesar del golpe imprevisto no despierta la memoria de quienes – lo diría Ortega y Gasset – han optado por invisibilizar al bosque y mirar los árboles patentes, ocultando detrás de la superficie lo esencial y profundo, a saber, que Venezuela ha desaparecido como cosa pública y su nación se hizo hilachas y sufre, bajo el secuestro del narco-crimen.
Hurgo en las noticias de hace casi una década. Refieren la denuncia que en 2010 eleva ante la OEA el gobierno de Colombia por el uso del territorio venezolano como aliviadero de la narco-guerrilla de las FARC y el ELN; y la organización por éstas, desde aquél, de atentados a los derechos humanos y la violencia contra los colombianos.
El presidente del Consejo Permanente, un embajador ecuatoriano, decide renunciar ante la presión de Rafael Correa para que se aborte el debate sobre el tema, que afecta a Hugo Chávez. E Insulza aplaude, tras las cortinas. La reunión se convoca para el día 22 de julio con un título preciso: “Presencia de grupos narcoterroristas en territorio venezolano que afecta la seguridad nacional de Colombia”. Nada se resuelve, de suyo todo se traspapela.
Días después, Correa y Maduro – éste en representación de Chávez – acuden a la toma de posesión de Santos, cuyo discurso inaugural reza: “Ahora nos toca a nosotros”. Y se entiende, no cabe duda.
A la vera queda su predecesor, Álvaro Uribe, quien, tozudo y claro en el discernimiento entre los ámbitos de la política y la criminalidad, denuncia luego al gobernante y militar venezolano ante la Corte Penal Internacional. El escrito lo recibe el Fiscal Luis Moreno Ocampo, a la sazón denunciado por sus vínculos dinerarios con el régimen libio de Muamar el Gadafi, cuyo empresario de mampara le contrata por 3.000.000 de dólares, según Infobae.
“Los guerrilleros preparan acciones terroristas en suelo venezolano para ejecutarlas en Colombia contra la población”, es el argumento, confirmado ha pocas horas, de Uribe. Estalla como volcán cuando el tiempo mengua y el dolor de las víctimas – ahora venezolanas – del narcotráfico y el terrorismo organizado como “Estado” se hace llanto, pero se ahoga; no tiene eco que conmueva a la ONU, tampoco a los europeos, a su Alta Representante, Federica Mogherini, y a su muy noruego Grupo Internacional de Contacto. No lo olvidaremos.
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