Hubo que esperar que el Presidente Álvaro Uribe y su Ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, liquidaran militarmente a la guerrilla, y se hicieran las reformas de mercado que abrieron la economía, para poner al país en el camino de la paz, el crecimiento y la globalización, hoy en la punta del avance latinoamericano.
Si finalmente cristaliza la cercana paz en Colombia, se deberá a una magistral combinación, un binomio de Newton aunque renegado y roto: Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Su trabajo juntos fue un milagro para Colombia, pero cegado por la pasión de poder, Uribe encabeza en 2016 el NO a la culminación de su propia obra, los acuerdos de paz. A menos que sea un infeliz, nadie llega a Presidente para subordinarse a otro, y Uribe no comprendió que Santos era ahora el jefe de todos los colombianos, incluso los expresidentes, tal como pasa hoy en Ecuador entre Lenin Moreno y su antecesor, Rafael Correa. Los partidos Liberal y Conservador impidieron que se estabilizara una dictadura ante el huracán de violencia desde 1948 y que en 2018 cumpliría 70 años. Pero para finales de los ochenta, arranque de los noventa, Colombia era un infierno, un país fallido, en descomposición, con el peor de los futuros.
El asesinato en una calle de Bogotá de Jorge Eliecer Gaitán en 1948, el caudillo populista liberal que enloquecía multitudes, desató las furias por cinco años y con 3500 muertos durante los gobiernos de Ospina Pérez y Laureano Gómez. Fidel Castro, en la ciudad con motivo de la Conferencia Panamericana, aparece vinculado a ese crimen. La anarquía e ingobernabilidad implantadas por las guerrillas liberales y del Partido Comunista, llevaron al golpe militar de Rojas Pinilla (1953-1957) que apenas duró 4 años. Los campesinos liberales crearon autodefensas genuinas frente a las masacres impulsadas por los gobiernos. Hasta la salida del poder de Rojas en 1957, calculan que hubo cerca de docientos mil muertos y dos millones de desplazados en lo que se llamó período de la violencia. A la llegada de los sesenta nacen varias insurrecciones, de izquierda, de derecha y de nada.
PARA TODOS LOS GUSTOS
Los bandoleros, remanentes de las guerrillas liberales eran ejércitos particulares a las órdenes de los hacendados. Les respondieron las autodefensas campesinas del Partido Comunista, que habían declarado repúblicas independientes las zonas de Marquetalia y Riochiquito, El Pato y Sumapaz, Ariari y Vichada. En 1960 se reune el primer Congreso del MOEC (Movimiento Obrero Estudiantil Campesino) El 6 de mayo de 1966 nacen las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) una confluencia de grupos armados. En 1965, hijo del castrismo, surge el ELN y el cura Camilo Torres, teologo de la liberación se hace su símbolo. Para enfrentar el grave riesgo para las instituciones, los dos grandes partidos, liberal y conservador pactaron la alternabilidad en el poder, el Frente Nacional que duró entre 1958-1974. “Colombia está en guerra” afirmó solemnemente el Presidente Virgilio Barco (1986-1990) en dramático alegato al país.
Era el caos, la degeneración y disolución social. El huracán manchaba los más ocultos rincones. Era la confluencia de guerras entre los diversos aparatos armados todos contra todos. Por una parte, las guerrillas de izquierda, principalmente FARC, ELN y M-19 que controlaban dos tercios del territorio (otros analistas dicen que la mitad) fulminan miles de policías, campesinos, funcionarios públicos y militares. M-19 financiado por Pablo Escobar secuestra espectacularmente el Palacio de Justicia, con más de 100 muertos, entre ellos magistrados de la Corte Suprema. Impera paralelo el narcoterrorismo, la oleada de crímenes de la coalición de carteles de la droga, los temibles extraditables. En 1981 Pablo Escobar en persona funda un movimiento electoral cuyo nombre salpica ironía, Civismo en Marcha, que lo lleva al Congreso, y el MAS (Muerte a los Secuestradores) para arrasar los grupos de izquierda.
PLOMO Y CANDELA
Con 3.000 sicarios en armas, 200 bandas paramilitares y los recursos de 80% del tráfico de cocaína, el Cartel de Medellín decreta la guerra al Estado. Estalla un carro-bomba frente a la Embajada de los Estados Unidos y exterminan sindicalistas, periodistas, profesores, intelectuales y militantes de izquierda, particularmente de la Unión Patriótica, un frontón legal de la guerrilla. Les ultiman dos candidatos presidenciales (José Antequera y Bernardo Jaramillo), ocho parlamentarios, 13 diputados regionales, 70 concejales, 11 alcaldes y 3.500 militantes. También apagan nada menos que la estrella ascendente del Partido Liberal, el carismático precandidato Luis Carlos Galán, a Carlos Pizarro, candidato presidencial del M-19; y al director del diario El Espectador, Guillermo Cano.
Los dos meses finales de 1989 más de 100 explosivos contra edificios públicos, bancos y servicios detonaron en Bogotá, Medellín, Bucaramanga, Cartagena, Barranquilla y Pereira. En total 269 operaciones con 300 muertos y más de 1500 heridos. En Medellín destruyen El Espectador, 9 sedes políticas; en Cartagena el Hotel Hilton. Un coche-bomba demolió el edificio de Vanguardia Liberal, periódico de Bucaramanga y mueren 4 personas. Asesinan al magistrado Héctor Jiménez, al periodista Jorge Pulido, al diputado Luis Madero y a la jueza antioqueña María Elena Espinoza. Explotan un avión de Avianca en el aire con 107 tripulantes y pasajeros, donde suponían iba César Gaviria, y dinamitan con 500 kilos la sede del DAS. Vuela la edificación y más de 200 comercios aledaños, mueren 63 personas y 500 quedan heridas.
https://youtu.be/N4qEKCwesow
LA SOLUCIÓN MÁGICA QUE NO SIRVIÓ
Una sociedad aterrada, llena de fracturas y escoriaciones, en la que ir al cine o a cenar eran riesgos de muerte, tiende a preguntarse qué es lo que está mal “en la gente”. La sociología ingenua tiene mitos explicativos, la idiosincracia o el carácter nacional. “!Es que los colombianos somos así!” – decía el interlocutor- y luego se remontaban al siglo XIX, la colonia,u otra racionalización. Algunos buscaron el mal en una defectuosa cimentación del Estado, en unas bases mal fraguadas que debían echarse otra vez. La idea de hacer todo nuevo, la solución holística, la limpieza general, el curetaje profundo, la refundación. Asi convocan la constituyente de 1991 que hizo discretas mejoras el sistema político (igualmente posibles sin ella) pero no tuvo ningún efecto en la violencia ni en las tragedias socioeconómicas de la ciudadanía. Todo siguió igual por no decir peor.
Ni cosntituyente ni niño muerto. Hubo que esperar que el Presidente Álvaro Uribe y su Ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, liquidaran militarmente a la guerrilla, y se hicieran las reformas de mercado que abrieron la economía, para poner al país en el camino de la paz, el crecimiento y la globalización, hoy en la punta del avance latinoamericano, junto a Perú y Panamá. Santos fue el terminator de las guerrillas –en particular FARC, la que realmente contaba-, quien se cargó en la práctica la amenaza guerrillera, despedazó sus organizaciones militares y obtuvo triunfos políticos brillantes para Uribe. Rescató a Ingrid Betancourt y eliminó a alias Raúl Reyes en territorio ecuatoriano con la Operación Fénix de 2008, en medio de los aullidos de Correa, vox clamantis in deserto. Tuvo la sabiduría y la lealtad de restearse con Uribe frente a la furiosa campaña de descrédito de los grupos de apoyo de la guerrilla.
LLUVIA DE RATAS MUERTAS
También de las seudo ONGs de Derechos Humanos de dudosa transparencia, la izquierda revolucionaria y el progresismo internacional se desataron contra Uribe y Santos. Se levanta todo tipo de calumnias, como acusarlos de “paramilitares”, vincularlos al narcotráfico, responsabilizarlos por abusos de las tropas en combate, como los falsos positivos, que solo tiempo después conocieron la opinión pública y hasta el propio gobierno. A la vera de Uribe, Santos se graduó de candidato presidencial, el candidato de Uribe, su delfín. No salió incólume y quedó marcado como un derechista, precisamente él, siempre de izquierda como lo cuenta Carlos Fuentes, deslumbrado por su talento cuando era apenas un muchacho. De haber sido un vivo, un astuto, hubiera bajado el perfil, pasado agachado como hicieron varios en el gabinete, para no rayarse. Los vivos de la política no llevan la contraria a lo que predomina, aunque sea una bazofia y terminen muertos.
Pero actuar según las convicciones y hacer lo necesario, aunque sea impopular, produjo resultados. Uribe inaugura la reelección en Colombia y lo logra en 2006 con 7.300.000 votos (62.2%). Su primer período en 2002 lo obtuvo con 54% (5.800.000 votos) En su novela de 2003 La silla del águila, Carlos Fuentes pronostica que el joven colombiano Juan Manuel Santos que conoció en Harvard sería Presidente de su país en 2020, y lo fue en 2010, una década antes del vaticinio. Lo describe con “mirada felina, ojos de gato transformado en puma” (mmm). Con ese curriculum le dio una paliza a Antanas Mokus, quien hacía el juego a los grupos armados, difrazado de nomo del bosque en sus campañas ecológicas. Para bien se quedaron en el camino con él payasadas y desplantes, la termita antipolítica de moda.
JUSTICIA TRANSICIONAL
Según Samuel Huntington desde los años 60 se inicia otra etapa del transito universal autoritarismo- libertad y en más de medio siglo de experiencia surgió un nuevo concepto: la justicia transicional, para facilitar el desmontaje de privilegios y crear una democracia. Puede ser impopular y muchas veces chocante, pero tiene la fuerza del realismo para lograr la maravilla democrática. Implica que toda transición es una transacción y si no, no será nada. Para no perpetuar gobiernos de fuerza, muchos deben bajarse de las nubes y aterrizar en la política real. Por desgracia algunos con vocación de políticos hacen fracasar los movimientos por no entender este elemental principio: “(para que) sociedades… víctimas de atrocidades y violaciones… no tengan que escoger entre justicia y paz… la decisión es entre cuánta paz y cuánta justicia. …¿cuánto de cada una se requiere para garantizar una paz sostenible, para que se reconozca el sufrimiento de las víctimas y se revitalice…la democracia”. Colleen Duggan en Angélika Rettberg (comp.) Entre el perdón y el paredón: preguntas y dilemas de la justicia transicional (Bogotá: Universidad de los Andes) 2005.
Desahuciada Colombia, condenada a ahogarse en la guerra y la anarquía, después de 70 años de guerra la paz deviene un milagro humano. Los dirigentes tradicionales y los nuevos, liberales, conservadores, Centro Democrático y el Partido de la U, militares, sindicalistas, empresarios e Iglesia, se impusieron sobre la insurrección y el narcoterrorismo que imperó desde 1948 hasta nuestros días. Ahora entra FARC al pacto de gobernabilidad, tal vez el ELN, para exorcizar los demonios, si los nuevos socios son leales al stablishment. Salvan su patria de un final estilo Líbano, Irak o Siria, porque los países solo mueren en manos de dirigentes imbéciles. Las negociaciones de Oslo y La Habana culminan en Cartagena con un acuerdo que fue a referendum. Pese a que no estaba obligado por la ley a hacerlo y contra la recomendación de importantes expertos sobre justicia transicional, Santos llevó los acuerdos a votación popular. Al triunfar el NO por apenas medio punto en final de fotografía (NO 50.21% Vs. SI 49.78%) surgió incertidumbre sobre si sería aplicado. Tras el diálogo con los del NO, el gobierno y las FARC presentaron el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Se firmó el 24 de noviembre en el Teatro Colón de Bogotá y lo ratifican el Senado y la Cámara de Representantes, 29 y 30 de noviembre de 2016.