Publicado en: El Universal
Uno de los fundamentos de la cultura es el mito, y el más cercano a los orígenes del hombre. En las civilizaciones antiguas, el porqué del universo estaba en mitologías, cosmogonías, antropogonías, y Schelling en Conferencias sobre filosofía, mitología y revelación, dice que son explicaciones poéticas del mundo, que perviven después que se desarrolla el pensamiento racional. Max Muller (citado por Ernest Cassirer) se pregunta… “¿Cómo podemos dar razón de esta fase de la mente humana que dio origen a los extraordinarios relatos de dioses y de héroes, de gorgonas y quimeras, de cosas que el ojo humano no había visto nunca?”. Era el recurso esencial para comprender el universo, fenómenos obscuros, como el trueno, la lluvia, el mar, el origen, los ríos. Filólogos intentan demostrar que cuando Homero habla del río que se enamora de una mortal, no era una metáfora, sino que él creía que los ríos eran criaturas vivientes. Con frecuencia opinamos conforme a “memorias históricas”, leyendas inverificables, que giran sobre escritores, políticos, filósofos, artistas, batallas y hasta estrellas de cine, muchos de ellos en la actualidad puestos en circulación por la industria publicitaria.
Desde hace algún tiempo, sembradores de cenizas planificaron y distribuyeron un mito perverso sobre Cristóbal Colón, atribuyéndole genocidios, sadismo, actos monstruosos, a alguien que entregó a la historia una nueva parte de la humanidad, en la hazaña más valiente y asombrosa del devenir humano, que inicia el mundo moderno e hizo explotar las ciencias en el Renacimiento. La irrupción de América en Europa sacudió las bases del pensamiento filosófico, pero también hizo nacer nuevas mitologías, con las que dieron cuenta de esos lejanos, aterradores y maravillosos parajes a los que habían llegado, por lo que Alfonso Reyes dijo que “…América fue la invención de los poetas”. Todo lo que ocurre en el planeta a partir de 1492 está signado por el Descubrimiento de América, porque ese año la humanidad cambió de rumbo. El mismo Cristóbal Colón inicia la mitificación del Nuevo Mundo en sus apasionantes crónicas (Ver: varios autores, Historia real y fantástica del Nuevo Mundo: Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1989).
Después de ubicar adecuadamente el Paraíso, Colón llevó sus conclusiones aún más lejos, asombrado y sobrecogido por la flora y la fauna en las regiones equinocciales, las monumentales corrientes enfrentadas cuyas proporciones y características le eran sobrenaturales y deben haberle parecido el fin del mundo. Américo Vespucio diserta estupefacto sobre las iguanas, a las que asoció con serpientes…. “pero es tan feroz el aspecto de semejantes serpientes, qué teniéndolas por venenosas, no nos atrevemos a tocarlas; son tan grandes como un cabrito montés y de braza y media de longitud”. A Gonzalo Fernández de Oviedo lo asombran los peces voladores, los tucanes, y “los hombres marinos que hay en la mar”. La vida desbordada de las selvas tropicales, plantas gigantescas, árboles que parecían animales vivos, bosques tupidos donde los pies se hundían hasta las rodillas en el humus, insectos gigantes, pájaros coloridos, las dimensiones de los ríos y de las tormentas. Pedro Mártir de Anglería, soldado y cura, narra sobre los Tritones que dejaron verse ante los españoles, medio cuerpo de hombres, medio de pez, y hombres con rabo, “…por el cual, cuando querían sentarse, empleaban asientos con agujeros”.
El mismo Mártir de Anglería, en la tradición utópica desde Platón, cree que “…porque viviendo en la Edad de Oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin solicitud alguna del porvenir” (una especie de socialismo indígena imaginario). El bestiario de seres insólitos no tiene límites. Sir Walter Raleigh, de quien dicen ejercía un hechizo sobre Isabel de Inglaterra, da testimonio de individuos sin cabeza que tenían los ojos en los hombros, los ewaipanoma. Otros tienen la boca en el vientre y los ojos en el pecho… “hombres que tienen la cabeza más abaja que los hombros; de los monocelos, de pies tan grandes que les sirven de quitasol; de los mantécoras, de cabeza humana con tres hileras de dientes en cada maxilar, cuerpo de oso, pata de león y cola de escorpión; de los gigantes, de los pigmeos, de las amazonas, de las mandrágoras, de los basiliscos, de las sirenas, y de las aguas que tienen propiedades letales a todas las horas fuera del mediodía”. Martín Fernández de Enciso, cuenta de “árboles cuyas hojas, cuando caen al agua se convierten en peces y cuando caen en tierra se convierten en pájaros”.
Nicolás Federmann, gobernador de Venezuela, va más lejos. No se conforma con citar anécdotas sorprendentes que ha oído, sino una de la que fue protagonista. Cuenta que en su primer viaje a Venezuela conoció un pueblo de pigmeos “de cinco palmos de estatura y muchos sólo de cuatro”. Dice que “…el cacique me dio una enana de cuatro palmos de alto, bella, bien conformada y me dijo que era mujer suya, tal es su costumbre para asegurar la paz. La recibí, a pesar de su llanto y de su resistencia, porque creía que la daban a demonios, no a hombres. Conduje esta enana hasta Coro, donde la deje, no queriendo hacerla salir de su país, pues los indios no viven largo tiempo fuera de su patria, sobre todo en los climas fríos”. Las amazonas y El Dorado fueron dos de los mitos esenciales de ese período que transformó al planeta. El primero cargado de erotismo, de la necesidad de dejar libres ciertos fantasmas sexuales que daban vuelta en las cabezas de los hombres solos que conquistaron América.
Mujeres sin hombres, que los usaban únicamente para el sexo, valerosas, guerreras, habían tenido su esplendor original en los mitos griegos, armadas hasta los dientes y temibles, que muchos conquistadores juraron ver desnudas bañarse en los ríos, especialmente el que lleva su nombre. Los conquistadores buscan por todo el continente ciudades gobernadas por tales mujeres. Agustín de Zárate escribe como si las hubiera conocido y relata de una ciudad así, regida por la princesa Guanomilla, cuyo nombre traduce “cielo de oro”. Y el Dorado, el mito que inventaron los indígenas para librarse de la plaga que les había caído encima, se une con el de las hembras solas y poderosas. Dice Germán Arciniegas qué con esa leyenda, los indígenas encantaron a los hombres blancos “fue la operación mágica que enloqueció a Europa sedienta de riquezas. Oyendo patrañas de los indios, perdió la cabeza la corte de Londres, echaron a andar por las selvas y desiertos los agentes de los banqueros de Alemania, y los españoles creyeron que estaban viviendo en tiempos de Amadís de Gaula”.