Por: Carlos Raúl Hernández
Entre el siglo XXI y la vocación totalitaria hay una contradicción irresoluble
La máxima expresión de humor negro, de dadaísmo extremo, es un encapuchado que declara, después de destruir patrimonio físico o agredir ciudadanos desarmados, sobre «el odio de los medios de comunicación apátridas». Ese tóxico se enseñaba en las escuelas de comunicación social, se trasmitió a generaciones de comunicadores y pobre de aquél que en los sectores académicos no compartiera esos desechos intelectuales. ¿Por qué sorprenderse que los revolucionarios piensen de esa manera, si fue lo que enseñaron muchos profesores? Y como toda acción genera reacción, se tiende a responder dentro de la misma matriz infantil de pensamiento: si tengo dificultades para decir lo que quiero, aparece la tendencia de refugiarse en el «gran rechazo» a los medios, la ruptura con un mundo repudiable. Pero la historia de los disidentes en el horroroso y fenecido mundo comunista, y en las demás dictaduras, es muy otra.
Ante el cerco se las ingeniaban para comunicarse aunque fuera simbólicamente y ensanchaban los espacios con astucia, uñas y dientes. La reacción ante la censura no puede ser la ira moral porque pensar y hablar es una decisión prometeica frente al intento de destruir el espíritu y convertir la sociedad en un establo de animalitos obedientes y atemorizados. Los proyectos totalitarios quieren anular, destruir, cualquier expresión humana libre y odian los medios porque lo impiden, porque piensan que en una sociedad incomunicada serían más populares. Por reducida que esté la libertad de expresión, crecen el espíritu crítico y el malestar social. Un gobierno decente, normal, en cualquier país vecino, tiene opositores protegidos por garantías y derechos.
El imperio del odio
Pero en las autocracias se comienza con el estigma de contrarrevolucionarios, aunque la comunicación libre desenmascara la neolengua. En Cuba está preso un norteamericano por regalar celulares. Un par de filósofos alemanes refugiados en EEUU, Adorno y Horkheimer, publicaron en 1947 Dialéctica de la Ilustración, para estigmatizar la industria cultural, los medios de comunicación, la distribución abierta de objetos simbólicos (discos, libros, periódicos, televisión, cine) por «enajenante». En 1949 apareció la novela 1984 de Orwell, con una visión oscura del futuro, un régimen pavoroso que prohibía incluso el amor. La viveza chusca de «izquierda» quiso hacerla ver como una obra contra la televisión, para eclipsar que era la radiografía del stalinismo. Luego del genocidio de un millón de tutsis en Ruanda, el izquierdismo ilustrado convocó una reunión en Canadá para «astutamente» deslizar la responsabilidad a los medios.
Quisieron dar argumentos a la cuadrilla universal de defensores de bellaquerías. Ocultarían la mano del gobierno que esparció odio y violencia e impulsó la matanza a través de su emisora carnal, el medio hutu Radio Mil Colinas. Mentir a todo trance es la única verdad revolucionaria. Cinismo, cero valores y maña. En 1964 el filósofo alemán fugitivo del nazismo, Herbert Marcuse, refugiado desde la Segunda Guerra, fundador de la CIA y profesor venerado en EEUU, publicó El hombre unidimensional, para «denunciar» el venenoso papel de los medios en la construcción de un mundo de zombis. Esa era la verdad de la sociedad abierta, de comunicaciones libres, que ampararon, emplearon, enaltecieron a Marcuse, Adorno y Horkheimer, y salvaron la Humanidad del nacionalsocialismo.
Medios nuevos y tradicionales
Pero para estas luminarias no era más que una podrida ciénaga donde impulsos radioeléctricos convertían los seres humanos en autómatas vaciados de moral y voluntad. Resulta que la horrenda distopía de Fritz Lang, Metrópolis, ya no era la Alemania de camisas pardas sino la apacible San Diego, California, donde Marcuse era un tótem, una de las «tres M», además de Marx y Mao. Según Marcuse y Horkheimer, de no ser por la televisión, el cine y la radio, el «capitalismo» sería destruido por levantamientos populares. La revolución debería apoyarse en los desclasados, asesinos, ladrones, drogadictos, «libres» por no integrarse a la sociedad. El verdadero hombre nuevo de una hermosa revolución. Bakunin dijo «… no quiero ser yo, quiero ser nosotros» y su discípulo Nechayev pregonaba la doctrina del revolucionario como «un hombre condenado… sin intereses personales, asuntos, sentimientos, lazos, propiedad, ni siquiera un nombre propio». Pistoletazos, crímenes horrendos, desprecio por la vida.
Entre el siglo XXI y la vocación totalitaria hay una contradicción irresoluble, que no dirimirán con un nuevo desembarco militar a Normandía, sino la gente con las divisiones de los medios de comunicación descentralizados, Twitter, Whatsapp, Facebook, Messenger, y las tradicionales, radio, prensa y televisión, aunque los autoritarismos recogen los malentretenidos que rayan las paredes de los baños de botiquín para que ahora lo hagan en Twitter. La cibersociedad crea mecanismos democráticos no tradicionales, mantiene los ciudadanos en contacto con las entretelas del poder, y eleva la autonomía de la sociedad civil frente a la presión autoritaria, y no es ni siquiera que no quiere medios acríticos, como se suele decir, sino tampoco moderados. Los quiere comprometidos con su causa de pesadilla, militantes activos en preparar emboscadas a la ciudadanía.
@carlosraulher