Publicado en: El Universal
«La única vía para acabar con el régimen es la constitucional, electoral, pacífica”, se leía en 2017, postura en acompasada conexión con la bitácora que rindió jugosos frutos en 2015, una del todo opuesta al plan de inacción que en 2005 cedió en bandeja de plata el control de la Asamblea Nacional a un régimen cuya vis autoritaria ya prometía tragos amargos. “La ruta para sacar a Maduro será la electoral; lo vamos a sacar con votos”; “No creemos en cambios que nos lleven de una crisis a una guerra civil, lo contrario, hemos hecho un gran esfuerzo democrático para que eso no suceda”; “Tenemos que apostar a que podamos hacer un cambio en el orden nacional, a que los organismos de carácter internacional puedan seguir presionando y, por supuesto, a que la salida sea pacífica, democrática, constitucional y electoral”.
Eso declaraban los voceros de la oposición democrática congregada en la MUD, quienes asumían como bandera la defensa de la lucha cívica implícita en el voto, en brioso contraste con sectores tercamente identificados con la abstención y desentendidos de sus errores. A la luz de esos frescos pasajes, de la argumentación que entonces se blandía a favor de una de las vías más idóneas para la movilización y participación política de las masas cuando se resiste la angurrienta saña de los autoritarismos, es justo preguntarse: ¿qué nos pasó? ¿Dónde, cuándo se produjo el quiebre, la trágica confusión identitaria; cómo el discurso anti-electoral de una minoría que incluso se atreve a asomar dislates como el de apelar a invasiones o “dictaduras virtuosas” para estabilizar la República antes de “ir a una democracia de verdad”, logró plantar minas entre una oposición que, curada por el desliz, parecía haber entendido cuánto barranco se agazapa en la tentación del atajo? ¿En qué momento se produjo el extrañamiento, el salto-atrás, a santo de cuáles inmanejables lutos y enconos la dirigencia perdió la pista de sí misma?
Todo un llamativo caso de vampirización de la conciencia. Como si lidiar con una nueva frustración ciudadana no proyectase su tenaz y destructiva sombra sobre la credibilidad del liderazgo; como si haber atendido la gritería de la tribuna no hubiese confirmado cuán costoso puede ser para un líder que enfrenta los leñazos de la fortuna el prescindir de la virtù (que, como bien apunta José Abad, “es conocimiento y sagacidad, pero no presunción; es arrojo y competencia, pero no temeridad”) y a contrapelo de la experiencia que serviría de guía para capitalizar el potencial envión de una mayoría opositora sin precedentes, aquel discurso se funde hoy en una ajena, pétrea consigna: “La salida electoral está bloqueada”. Punto. A partir de ella, por cierto, los focos de la antipolítica han urdido numerosas “propuestas” cuyo denominador común es su incapacidad para traducirse en acciones claras, que involucren los sudores colectivos y tracen expectativas creíbles: “la ruta es la dimisión de la dictadura”, encajan ahora, aunque ya antes se pasearon por trastadas similares que no terminan de aventar un “cómo”. Eso, entre otras cosas, porque en la lineal ecuación el objetivo sólo se percibe como deseo, no como obra del limitante contexto, la arcilla imperfecta con la que toca pelear hasta transformarla y obtener de ella la mejor versión posible, la más útil.
Así surgen providenciales “rutas”, roadmaps que no son tales, pues no desarrollan un plan de acción ni responden a la ordenación de una estrategia flexible y realista, (esto es, definida por el tiempo y los recursos disponibles) una que paso a paso transite la distancia entre el estado actual y el deseado: sí, ese punto de llegada largamente manoseado en la retórica. Lejos de estrujar el sentido práctico del fatigoso pero medular ejercicio de cartografía política, de abocarse a la terrenal descripción de las tareas que exige toda construcción, toda elaboración –como dice Nassim Nicholas Taleb, no se puede separar el conocimiento del contacto con el suelo: hay que meter la “piel en el juego”– la solución ha sido refugiarse en el huero parapeto de las formas sin reparar en contenidos, sin entender que la política no sólo debe suscitar la acción sino vigorizarse en la interacción.
Frente a un gobierno que forcejea con el peor de los trances, una oposición desorientada por los efectos de la crisis de identidad parece estar buscándose en los espejos equivocados, confundiendo síntomas de la compleja calentura porque se afana en examinarlos con lentes que no le calzan. En ese sentido conviene oír el consejo que desliza Henrique Capriles: “La UNIDAD debe evaluar si la política que se ha planteado es la correcta. Tenemos que escuchar al país, leamos correctamente el termómetro que es nuestro pueblo”. Pongamos piel en el juego: no es tarde para redescubrir las bondades de una ruta espinosa pero que asumida con responsabilidad, quizás dibuje ese mapa de oportunidades con el que otros, sencillamente, nunca han podido.