Publicado en: El Universal
Si algún pasaje resalta en el agridulce final de “Juego de Tronos” -la alucinante serie de HBO basada en las novelas de George R. Martin- es el discurso que despliega el sagaz Tyrion Lannister para ganar adhesiones a favor de un rey de consenso, Bran Stark, el Tullido:
«…He tenido mucho tiempo para pensar sobre nuestra historia sangrienta, sobre todos los errores que hemos cometido… ¿Qué une a la gente? ¿Ejércitos? ¿Oro? ¿Banderas? No: historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nada puede pararla. Ningún enemigo puede derrotarla. ¿Y quién tiene una mejor historia que Bran, El Tullido? El niño que cayó de una torre alta y sobrevivió. Sabía que no podría volver a andar, así que aprendió a volar. Él es nuestra memoria. El que guarda todas nuestras historias. Las guerras, las bodas, los nacimientos, las masacres, las hambrunas, los triunfos y las derrotas. Nuestro pasado. ¿Quién mejor que él para liderarnos en el futuro?»
Tras la feroz batalla final, y apelando a la política como continuación de la guerra por otros medios (sospechamos que von Clausewitz aprobaría tal giro) Tiryon está consciente de que el conflicto no se ha evaporado, pero que es posible mantenerlo a raya interviniendo a diario en su incesante madeja. Así que apelando a ese cemento cultural que invoca la hegemonía gramsciana, descubre que la restauración de una sociedad despedazada puede tramitarse a partir de los relatos aglutinadores, los mitos compartidos. Su propio argumento ya prefigura el ascenso de las ideas-fuerza (guiños de la moderna campaña electoral), abonando a la difícil pero imperiosa tarea de promover el pacto de gobernabilidad.
Al respecto, Yuval Noah Harari lanza un dato provocador: la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto, es lo que distingue a los Sapiens. “Leyendas, mitos, dioses y religiones aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva”, nos dice. La capacidad de hablar sobre ficciones permitió no sólo imaginar, sino hacerlo colectivamente. Mito y “chismorreo” mediante, los sapiens desarrollaron “la capacidad sin precedentes de cooperar flexiblemente” y a gran escala. Para bien y para mal, también la política se ha visto nutrida por esa posibilidad de imaginar juntos, de urdir relatos poderosos y comunes, por supuesto. Una nación, un Estado moderno, son nociones que se asientan en la posibilidad de inventar, contarnos cosas fantásticas y creerlas. En ese punto, la historia compartida por muchos desconocidos, insertada en la memoria colectiva y construyendo identidades, empieza a adquirir vida propia.
Viene a colación la función cuasi-independiente que Claude Lévi-Strauss concede al mito, que suele determinar y que trasciende, como también lo hace el lenguaje, al propio sujeto. La pretensión de Lévi-Strauss no es “mostrar cómo piensan los hombres en los mitos, sino cómo los mitos se piensan en los hombres, sin que ellos lo noten”. Para el antropólogo francés el estudio de los mitos está condicionado por “una realidad móvil, perpetuamente presa de un pasado que la arruina y de un devenir que lo cambia”. A partir de tales insumos, Ernesto Laclau da un paso radical al examinar la función política del mito, una “esencialmente hegemónica”, presta a constituir una nueva objetividad que habilita la sutura de los elementos dislocados de la sociedad, la articulación de aquellos elementos discursivos que se presentan de manera total o parcialmente desordenada.
Pero mitos e historias comunes, representaciones, relatos o “narrativas” sirviendo de base a esa cohesión social que aviva la interacción en la polis, no son efectivas hasta que pasan el ineludible puente del consenso. Sin acuerdo y aceptación de términos, la narrativa es sólo odre vacío, braceo inútil. No es posible construir y validar tales mitos sin la anuencia de los más, como tampoco se puede hacer política sin recurrir a métodos políticos: la conversación, la práctica de la dialéctica y el carácter que a ella se asocia.
Afines a las voces griegas “homologuein” y “homonoia”, están los términos latinos “consensus” (de “cum”, unión; y “sensus”, sentido) y “concordia” (de “cordis”, corazón). Ese acompasamiento del sentir, el consentire, abarcando tanto la esfera física-biológica como la cognitiva y moral, resulta aliño esencial para el orden político. Los tiempos de la República romana dan particular cuenta de ello. Narra Tito Livio que ante el conflicto entre patricios y plebeyos que instiga el motín de los últimos, el cónsul y agudo orador, Agripa Menenio, recurre a su célebre parábola, la de un cuerpo en el que “cada miembro tiene su propia voluntad y propia lengua”, cada uno resintiendo que sus afanes “eran sólo para servir al estómago”. Entonces, llega la rebelión. Pero la debilidad les enseña que el cuerpo humano sólo puede vivir si los órganos se armonizan y «concuerdan en la unidad» (“in unum consentiant”). El consenso surge así a lomos de un discurso capaz de «plegar mentes» (“flectere mentes”), de hacerlas receptivas al mensaje. La historia que el cónsul refirió con tal arte, sirvió de punto de partida para la solución pacífica del conflicto en 493 a.C.
¡Cuánto bien harían en nuestros lares figuras dotadas de la habilidad y la confianza que Agripa Menenio infundía entre distintos! No sólo contadores de potentes historias, no píldora dorada por el marketing, no productos de asesorías oficiosas: sino políticos conscientes de que la acción trascendente y la comunicación eficaz viajan juntas en la nave de la cooperación, el con-sensus.