Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Hace ya más de tres decenios un valioso libro, El caso Venezuela: una ilusión de armonía, trabajo colectivo dirigido por Moisés Naím y Ramón Piñango, fijaba un premonitorio lindero entre una Venezuela nueva rica y bastante descocada, pero que había logrado no pocas pujantes cifras de desarrollo durante los dos primeros decenios democráticos, y otra en que asomaba un declive inmediato y degenerativo. Se dramatizaba, así concluía, una armonía nacional sin otro soporte que el maná petrolero sobre el cual se había levantado una alegre y generalizada mentalidad que confiaba que todo conflicto se solucionaba sin muchas formas y directrices, a realazos. La estrepitosa caída del bolívar el llamado Viernes Negro, febrero del 83, le daba un sabor de realidad incuestionable a esas páginas sombrías.
Ya sabemos cuánto ha llovido, hasta lágrimas de sangre, de esa fecha al presente. Superando los peores augurios de aquel connotado volumen, nos interesa subrayar de este esa ideología que huía de todo conflicto, apelando a una armonía ficticia, que no logró nunca las formas institucionales y la disposición anímica para enfrentarlos e intentar solucionarlos racionalmente… al fin y al cabo se arreglarían a la buena de dios porque, hoy o mañana, terminaría habiendo whisky suficiente para todos (así fuésemos uno de los países con mayor desigualdad en el planeta). Ese miedo al conflicto debe seguir siendo, muy modificado, un ingrediente esencial para entender eso que es tan difícil de entender hoy para tantos: por qué un país literalmente destruido por una dictadura rotundamente inepta y particularmente cruel, en abierta minoría en su fase actual, no ha podido reaccionar contundentemente contra esta, crearle verdaderos conflictos, echarla por último. En 1984 los autores citados en las conclusiones de la investigación decían: “Lo que aparece en algunos de los capítulos es la sorprendente constatación de que procesos, acciones o situaciones cuyo carácter es netamente conflictivo o que en otros países usualmente implicaron importantes traumas, en Venezuela se han producido sin mayores secuelas de turbulencia social y conflicto abierto”. Parece haber sido escrita hoy.
Por supuesto que hace mucho que toda sombra de armonía ha desaparecido, hasta sus formas más ilusas. El odio la ha sustituido, pero es muy posible que esa mentalidad haya contaminado, con altas y bajas, muchas de nuestras posiciones políticas: se arreglará, tocamos fondo, no somos Cuba… Hasta a ratos hemos celebrado esa prudencia venezolana de bordear precipicios y saberse detener para no caer. En todo caso, no es osado considerar ese ingrediente como consustancial a nuestro inconsciente colectivo. Lo cual, por supuesto, no quiere ni puede negar la gallardía, el valor y la tenacidad de tantos que han luchado y luchan contra la tiranía. O la devastadora y sanguinaria naturaleza de la barbarie que esta ha sembrado en el país. Tan solo encontrar una explicación de los que se fueron con el solo motivo de no desmejorar sus confortables estatus vitales; o las calles desérticas cuando se multiplican los muertos de hambre; o millones que migran esta vez para sobrevivir por oscuras carreteras hacia quién sabe dónde; o se patea la dignidad cívica sin ningún recato; o la tiránica mentira burda es pan de cada hora… Esa pasividad, ese silencio, ese elusión que es miedo; esa densa noche que a veces nos hace desesperar de nosotros mismos.
Pues bien, no es cosa de inculparnos, hoy menos que nunca, cuando necesitamos todas nuestras fuerzas. Sino de cobrar plena conciencia de que estamos ante un verdadero conflicto que no se va a solucionar por la magia que yace en nuestro subsuelo y la supuesta bonhomía nacional. Que tenemos que encarar con todo nuestro valor porque se juega algo parecido a la vida o la muerte de un país que aspira al menos a la mínima decencia. Que demasiado hemos postergado ciertas implacables verdades que ahora tenemos que mirar a la cara. Que la victoria o la derrota por mucho tiempo pudiesen estar al volver la esquina. Superar el conflicto que no implica violencia, los dioses la impidan, pero no la excluye, ella siempre acecha el hacer humano. Lo que priva es que esa encrucijada está ahí y es nuestra tarea. El miércoles próximo nos ha citado.
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