Publicado en: El Universal
¿Qué hace relevante a la conducción política? Entre muchas cosas, podríamos mencionar la capacidad para dar respuesta efectiva a los dilemas estratégicos del presente, para leer las diversas texturas de la realidad -los datos fugaces y los que persisten, los evidentes y los casi indetectables- y captar en ese amasijo caótico el hilo que pudiese desenredar la maraña. Pero ese “olfato” nada metafísico, nada mágico y más bien pragmático para dar con las fórmulas de lo que sí funcionará en el largo plazo, quizás sería insuficiente sin la habilidad para construir y desplegar influjo.
Con influjo nos referimos a la posibilidad de impactar, con palabras y acciones, ese encadenamiento no lineal de momentos de decisión, no de azarosas fatalidades, que define a la historia. Tiene que ver con el poder, sin duda, pero va incluso más allá; operando en la medida en que quienes lo desarrollan consiguen afectar, desde diversos ámbitos, la lógica de decisores y ejecutores. Podríamos equipararlo con la capacidad de agencia, la habilidad del sujeto, individual o colectivo, para actuar de manera intencional y autónoma a fin de elegir cursos de acción que moldearán su propia vida y la de su entorno. Convertirse en potencial agente de cambio, influir en la realidad, en el “ser”, y lograr objetivos, es así un paso ineludible para esa oposición que aspira a convertirse en referente y que hoy apuesta a un desempeño dentro de los marcos institucionales del sistema; que participó en procesos electorales recientes entrando así en un juego incierto delimitado por la cooperación o el conflicto, y cuya credibilidad en la opinión pública hoy luce bastante resquebrajada.
Lo deseable, claro está, es que dicho influjo se vincule a las convicciones de esos agentes de cambio. Esto es, si el compromiso es actuar según los parámetros axiológicos del quehacer democrático, entonces habría que descartar aquello de que el fin justificará los medios y dispensará cualquier destrozo. El célebre dilema maquiaveliano entre poder y moral que lleva a considerar que el éxito político del Príncipe supone desprenderse de valoraciones benévolas, encuentra una solución razonable en la modernidad gracias a la no menos realista ética de la responsabilidad. En teoría, partir de la certeza de que la acción política generará efectos dramáticos para las sociedades, forzaría al liderazgo a elegir de manera racional el mejor medio para alcanzar un fin determinado en ciertas circunstancias.
He allí un problema para un sector que ha elegido el camino desangelado y espinoso del cambio por vía institucional: cómo construir reconocimiento y auctoritas para que su visión de transformación de la realidad pueda incidir en tomas de decisiones vinculantes, tanto locales como nacionales. Ese punto cero, esa mengua como partida, valga repetirlo, no es muy distinto a lo que enfrentaron otras oposiciones democráticas que eventualmente se vieron despojadas de todas sus fortalezas al enfrentar regímenes autoritarios. Actores que al tanto de su nula capacidad de agencia, se vieron presionados por la certeza de que, primero que nada, había que “salir del pozo” (he allí la archiconocida recomendación que en 1983 daba Felipe González a una oposición chilena sin programa realista). Lo otro es elaborar, de manera corajuda y consciente, la pérdida y duelo que impone el divorcio estratégico respecto a otras tendencias. Separarse de propuestas peligrosas como la invocación de maniobras no políticas para la solución del conflicto, la invasiva intromisión de terceros en el brete doméstico (al mejor estilo de la “Operation Just Cause” en el Panamá de 1989), ayudará a precisar una identidad que, sin renuncia a la contestación, a la beligerancia y sin negar el conflicto, contemple en algún momento construir una relación agonista con el adversario.





