Por: Alberto Barrera Tyszka
Desde hace un tiempo tengo la sensación de estar pecando. Y no estoy haciendo nada especial, nada distinto. No he descubierto, por desgracia, un nuevo placer oculto. Aunque lo haya deseado, tampoco he cometido un acto impúdico, indebido. Pero la sensación sigue ahí, intacta. Se ha sentado sobre mi hígado y no se mueve. Es algo que tiene que ver con todo lo que, en estos meses, ha venido promoviendo el Estado. Estoy en falta. Soy culpable. ¿Qué ofende ahora al poder? Que pienses que Hugo Chávez sólo fue un ser humano.
Hace unos meses, en un artículo de opinión publicado en uno de los diarios controlados por el PSUV, leí una queja que define muy bien el ánimo oficial: ¿Hasta cuándo -se preguntaba el periodista- tenemos que tolerar que se metan con Chávez? Es la misma idea que ha manejado el oficialismo con respecto a cómo se debe comportar la ciudadanía frente a la figura del presidente fallecido.
Todo lo que no sea devoción religiosa es una falta de respeto. Es lo mismo, también, que ha denunciado algún alto funcionario, al advertir que ahora la conspiración es en contra de la imagen de Chávez. O te hincas y rezas o eres un apátrida golpista.
El caso de Osip Mandelstam ha quedado en la historia como una alegoría dramática.
Mandelstam, en 1933, compuso un poema que dibujaba un retrato feroz de Stalin. Nunca se supo si Mandelstam escribió alguna vez el texto. Sólo lo recitó de memoria en algunas tenidas con varios amigos.
Unos meses después fue detenido por la policía, interrogado, encarcelado y enviado al destierro en Voronezh. Sus versos eran un insulto y un peligro.
El giro más patético de la historia viene después, cuando el poeta, tratando de ahorrarle a su familia y a él mismo la prisión y la muerte, cedió ante las propuestas del poder y compuso un poema celebratorio de Stalin. Nada, sin embargo, lo salvó de su herejía. No creer en un Dios también puede ser un delito.
Por supuesto que no estoy diciendo que Chávez es Stalin y que vivimos en la URSS. Me interesa la anécdota por lo que tiene de locura, porque en ella conviven elementos como el miedo y la censura, la exaltación y la sospecha, que -con las distancias del caso- dialogan con el proceso de sacralización que vive actualmente nuestro país. Quiero decir que no es la primera vez que gobiernos supuestamente de izquierda, o de inspiración marxista, construyen su poder basándose en las peores características de las religiones. En palabras de Steven Weinberg: «Líderes infalibles, textos sagrados, rituales masivos, ejecución de apóstatas y un sentido de comunidad que justifica el exterminio de quienes están fuera de la comunidad».
Chávez promovió un Estado narcisista, hizo del culto a la personalidad un programa de gobierno y, con su inesperada enfermedad, comenzó también a alimentar un personaje ligado a la posteridad religiosa.
Pero, más allá de sus intenciones, la corporación que quedó en su lugar activó luego una gran maquinaria para usar su muerte, para deificar su figura, como fórmula de legitimación política.
Con un nuevo lenguaje («Santo», «Profeta», «Cristo Redentor», «Comandante eterno», «Líder supremo») se impulsa la nueva doctrina, adaptando los códigos culturales católicos («Seamos como Chávez», «En su nombre. Por él y en él», «Camino de salvación») se trata de imponer un nuevo catecismo.
Como si no tuviéramos derecho de pensar y de decir lo que sea sobre quien sea, tratan de suprimir cualquier versión del Chávez real para establecer la estampita del Chávez de la fe.
Es una operación de mercado. Necesitan que Chávez sea Dios porque ellos ya se han autoproclamado como sus apóstoles directos, como sus hijos herederos. No es algo nuevo. Ya lo intentaron y fracasaron. Los resultados del 14 de abril también derrotaron a aquellos que quisieron sacarle provecho a la muerte. Es un esfuerzo burdo, un espectáculo excesivo. Como convertir un cumpleaños en una Semana Santa. Aquí no hay fiesta. Sólo hay un gobierno que quiere convertirse en un dogma.