Cosas del Tío Conejo – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

“El poeta es un fingidor

Finge tan constantemente

Que llega a fingir que es dolor

El dolor que de veras siente”

Fernando Pessoa

La palabra ficción es tan inquieta -y al mismo tiempo, tan inquietante- como el mercurio. En ella se compendia el significado del fascinante radical traspaso de la libre voluntad del ser social inmerso en la vida cotidiana. Su complejidad no puede ser aprehendida ni, mucho menos, fijada, sometida o controlada por el poder del logos abstracto. El despotismo, ilustrado o no, literalmente le resbala. Y es que cada vez que se la ha intentado apresar sus carceleros terminan ahogados y envueltos en su espesa liquidez para, transmutados, devenir ficción. Nada menos que en la ficción de la ficción. Así, etimológicamente,  fictio es el sustantivo derivado de fictum, participio del verbo fingere, que significa inventarmodelarrepresentar o amasar. Por eso la arepa venezolana es el resultado del amasar pacientemente. Es una ficción que evoca al Dios Sol para transubstanciarlo, humanizándolo. Las efigies deben su nombre a effingere, lo que deriva de fingere o representar. Y la  finta o el amago que se utiliza en los deportes, aunque también en política -dado que, en el fondo, la política tomada en serio, como profesión de fe, es un modo de hacer deporte in mente-, es el participio de fingere. Lo interesante es que la ficción, debidamente tramada, se concreta en realidad, termina objetivándose, mientras desobjetiva -diluye- aquello que se pretende como la más cruda de las realidades. No por caso se dice que existen ficciones que superan con creces la realidad. La apariencia, en efecto, oculta la esencia.

En virtud del orden y la conexión de las ideas y las cosas, con el tiempo, la ficción ha mostrado su sutil efectividad no solo en los más diversos géneros literarios sino, por ende, en la vida misma, especialmente frente a la solidez, la dureza, aparentemente inquebrantable, de las convenciones establecidas por la fuerza bruta que usurpa el poder. Lo cierto es que la historia ha mostrado con pasmosa contundencia que el vigor de la ficción reside en su aparente fragilidad, en el sorprendente poder de su inventiva, de su ingenio frente al horror del autoritarismo intolerante. Son incontables los ejemplos. Y sin embargo, tal vez convenga resaltar, más allá de las consabidas fábulas, algunos señalamientos relativos a la fortaleza que puede llegar a tener la ficción, una vez que logra transformarse en el Espíritu de un pueblo, en su Volksgeist.

En su significado estrictamente filosófico, la ficción ha estado presente desde los diálogos platónicos, pasando por las utopías del Renacimiento, hasta el llamado conte philosophique -el cuento filosófico- de la Francia del siglo XVIII, con Voltaire y Diderot como sus figuras principales. Y es a esta genial exposición de la ficción como mordacidad envolvente, como “había una vez”, que convendría aproximarse, a los efectos de comprender la peste totalitaria que ha infectado al presente, dada la astucia, la agudeza e inteligencia de su crítica a la sociedad del terror y, especialmente, del poder bestial, autocrático y despótico impuesto por el lumpanato gansteril.

El poder absoluto pone en evidencia sus profundas debilidades. Se desmorona ante un tormentoso enjambre de ficciones, dando paso al poder de la verdad, el orden moral y la libertad. “Todo lo que era sólido se desvanece en el aire”. La ficción se configura, así, como el vehículo de la razón y la eticidad que denuncia la opresión de los insensatos, poniéndolos en evidencia. El emperador y su corte de estafadores quedan expuestos en su corrompida desnudez. Es el ardid continuo del Tío Conejo que desquicia y desarticula por completo la arrogancia del Tío Tigre, al punto de demostrar la insensatez de su opulenta fiereza hasta hacerla reventar como una burbuja. Sorpresivamente, las maletas de la inminente huída al exterior se transforman en el luggage contentivo de las actas de votación, es decir: en la prueba indiscutible, ante los ojos del mundo entero, de la indiscutible derrota comicial más aplastante de la que se tenga noticia en la historia.

Es verdad que Rafael Rivero Oramas compiló con dedicación y experticia, entre 1949 y 1964, los cuentos de Tío Conejo y Tío Tigre, personajes ficticios -ficciones, precisamente- que, desde los tiempos de la Colonia, circulaban por el llano venezolano, y que son, en realidad, una versión local de antiguos relatos de esclavos africanos transmitidos oralmente por generaciones y difundidos por toda América. Pero fue Antonio Arráiz quien, en 1945, transmutó el viejo relato de anhelos y esperanzas de justicia y libertad en un auténtico conte philosophique. En una expresión, en el fundamento noético propicio para la reconstrucción de una sociedad en ruinas y marcada por la iniquidad de quienes, desde un principio, se arrogaron el privilegio del mando absoluto sobre una población inerme. Los Tío Tigres pulularon desde entonces. Tanto que hasta sus descendientes, muchos de ellos salidos de las universidades o de las academias militares, atormentados por sus complejos edípicos, en nombre del “cambio de rumbo” y del “giro hacia la Izquierda”, terminaron reafirmando las pestilencias de la conducta de sus antepasados. Eso sí, modificando el apelativo de Taita o de Coronel por el de Comandante, tan afín al topus uránico castrista. En eso consistió el “cambio revolucionario”: de las rayas a las manchas. Porque, a fin de cuentas, los Tío Tigres de ayer son los Tío Jaguares de hoy. Y, como reza el adagio, “tigre no come tigre”.

Odiseo enfrentó las fictionis de los poderosos dioses con astucia. Se podría decir que, en este sentido, Odiseo fue el primer Tío Conejo de la historia occidental. Y la lista es larga. En tiempos de  justas exigencias por los derechos de la mujer, bien valdría la pena reconocer que no solo existen -y han existido- los Tíos Conejos sino, además, las Tías Conejas. Como el mercurio, entre arteras ficciones,  el régimen de los tigres parece irse sumergiendo día a día, torpeza a torpeza. Como nunca antes, el imperio de la fuerza bruta se va hundiendo lentamente en su propio pantanal, por más que jure vengarse de los sutiles artificios urdidos por los níveos dedos –the white fingers– de su peor pesadilla.

 

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