Por: Leonardo Padrón
Ciertamente, de todas las costumbres, morir es la más extraña.
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El venezolano está sucumbiendo al peligroso caldo de la costumbre. Se nos
ha vuelto rutina la crisis. Vivimos bajo protesta. El paisaje urbano se ha llenado de trancazos, barricadas y marchas. El gobierno se ha convertido en un obstáculo para la serenidad. A eso, el país opositor ha agregado sus propios obstáculos. Las cadenas de Maduro intentan convertir en timidez los antiguos maratones de Chávez ante el micrófono. Y ya nos habituamos a lidiar con ese engorro. La escasez de productos es como una tos crónica y las amas de casa han armado, como cuenta Lissette Cardona en un reportaje de El Nacional, una red de cazadores. Mujeres que se agrupan para recorrer kilómetros en busca de aceite, café o azúcar. La ciudad convertida en bosque, donde hay que avistar por horas a la presa. En el proceso nacen amistades, intercambian teléfonos, datos. Y hasta llegan a ejercer el trueque: “La semana pasada cambié dos litros de leche por dos de aceite y harina de maíz por harina de trigo”, le cuenta una residente de Chacao a la periodista. El bosque, ese es el problema, está atestado de cazadores.
Galeno decía que la costumbre es una segunda naturaleza. Si así no fuera la raza humana se hubiera extinguido de desasosiego. La costumbre nos va domesticando el asombro. Tarde o temprano aceptamos las nuevas realidades que nos presenta ese guionista extravagante que es el destino. Así como uno se termina acostumbrando a la muerte de un ser entrañable o a la llegada avasallante de la tecnología, la gente va adecuándose a los nuevos rizos que elabora la tremebunda política nacional. He aquí el peligro. Anatole France tuvo a bien alertarnos: “Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra a él”. Es hora de prender las alarmas.
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Breve inventario:
Nunca debimos, pero nos fuimos acostumbrando a la baranda de Tibisay Lucena. Y su vacío existencial, su tono de cine francés, su clima de sospecha, su adicción a los malos finales.
Nunca debimos, pero nos hemos ido amañando con la sonrisita de Jorge Rodríguez y todo lo que siniestramente oculta. Nos encona, nos vapulea la úlcera, nos extrae groserías. Pero él persiste.
Nunca debimos, pero hemos terminado aceptando como tradición y humorada los incesantes tropiezos de Pastor Maldonado en la Fórmula 1. Todo un desagüe de dólares del erario nacional.
Nunca debimos, pero desde la alocución del primer Chávez hasta el último Maduro, nos hemos resignado -los ajenos al dogma- a recibir insultos de todo calibre y magnitud. Serpientes, eso nos lanzan. Y en cadena nacional, faltara más.
Nunca debimos, pero nos acostumbramos a responder a tales insultos. Y en esa sopa gigantesca de agravios, nació la infección de odio que hoy nos define.
Nunca debimos, pero se nos hizo hábito –desde Páez, Gómez, CAP y Chávez- que todo gobierno ejerciera el desfalco de las arcas públicas.
Nunca debimos acostumbrarnos.
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Hace poco leí un libro que recorrí con sobresalto. Un libro considerablemente rudo porque no tiene ni un gramo de ficción y todo lo que relata es la Venezuela que hoy somos. Se trata de Y nos comimos la luz, de María Isoliett Iglesias, curtida reportera de sucesos de El Universal. Son crónicas sobre la violencia social. Su repulsiva cotidianidad. Sus personajes, víctimas y verdugos, el entorno y las secuelas, la tanta sangre derramada. Se reúnen allí historias que rozan lo delirante. Está la de Fredie, que se gana la vida ofreciendo servicios funerarios en la morgue de Bello Monte y le reza a los muertos para que lo ayuden a tener un buen día. Está la del hombre que depositó tres disparos en la espalda de otro solo porque su pequeña perra le olisqueó una pierna. O la de aquel que confiesa que él solamente es la mitad del diablo y que “se aburrió de coleccionar los plomos que le sacaba a cada uno de sus muertos después de tirotearlos”. María Isoliett logró ahondar en su testimonio y la sensación de escalofrío es inmediata: “Yo mato porque sí, porque me gusta, porque hay que hacer limpieza (…) Cuando lo haces una vez, no puedes parar. Es una droga”. Silencio. En eso me convertí después de leer tamaña frase, en silencio.
Algo muy hondo se ha roto en este país.
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Uno de los trabajos más sólidos sobre el problema de la violencia en Venezuela lo realizó el sacerdote salesiano Alejandro Moreno. “Y salimos a matar gente: Investigación sobre el delincuente venezolano violento de origen popular” es un libro de dos tomos que reúne 15 historias de vida y un análisis de gran rigurosidad sobre nuestra endémica violencia. Como bien lo define Moreno, son “historias de ausencias: ausencia de familia, ausencia de madre, ausencia de afecto, ausencia de relaciones vinculantes, ausencia de atención”. Son seres que nacen marcados por una primera violencia: la violencia del abandono. Se acostumbraron a no pertenecer.
La primera historia de vida, la de un delincuente llamado Alfredo, quedó trunca. Faltó una última entrevista, pues primero llegaron nueve puñaladas a su cuerpo. Apenas tenía 38 años de vida. El padre Moreno nos descifra cómo el crimen es una vía para acceder a una forma de poder: “Alfredo, como todos, delinque, en primer lugar, para lucir. (…) Destacarse sobre todos, ser admirado, ser incluido en el medio, como el principal, el más significativo, el más poderoso”. En nuestro sistema carcelario, por ejemplo, quien llega a ser pran del recinto es porque es el más violento, el más temido. Poder y sangre van de la mano.
Moreno subraya lo que ya es notorio en la crónica roja del siglo XXI venezolano: en los delincuentes nuevos “atraco y asesinato se han unido: te robo y te mato. Un cambio radical y muy significativo para la sociedad: la violencia se ha vuelto más sangrienta, más agresiva, más implacable; el violento ha perdido controles, límites, emociones”. Y, por supuesto, el Estado contribuye ferozmente con un 92% de impunidad.
Matar como hábito y agenda.
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Informe rápido de nuevas costumbres:
1) Por un extraño misterio, las bombas lacrimógenas se quedaron pastando eternamente en tres cuadras de la parroquia Chacao. Las funciones son diarias y con horario fijo. Represión y barricadas a partes iguales. ¿Se acostumbrarán los vecinos a llorar mientras intentan respirar? (Otra locación disponible: Urbanización Santa Fe)
2) Los asaltos que perpetran los cortejos fúnebres de malandros. Ya es tradición. El botín somos los conductores que no lloramos al difunto. La policía conoce el modus operandi. Ni pendientes.
3) Las noticias delgadas. La prensa que no le hace carantoñas al régimen ha sido obligada a la anorexia informativa. La lectura se agota en cinco minutos. Se asiste a la muerte, por asfixia, del periodismo impreso.
4) Los colectivos. O paramilitares. O bandas armadas en motos. Bautícelos a su real antojo. Ya son parte del paisaje. Aparecen en los eventos electorales. Llenan el aire de amenazas. Atacan salvajemente a las protestas. Sitian a los barrios. Son una nueva tribu urbana. Son intocables.
5) La vida no vale nada. Pablo Milanés dixit. Menos que un dólar al cambio oficial. Basta con ir a comprar Ibuprofeno en Farmatodo. Con demorar el beso de despedida en la camioneta. Basta una bala perdida. Basta la irritación de alguien que tropezaste en la fiesta del callejón. Basta ver bonito a la novia bonita de otro.
6) Las torturas. Nuevo ingrediente de la pócima revolucionaria. Manifestar es un derecho constitucional, pero acostúmbrate a lo que dicen las letras chiquitas: rodilla en alcantarilla por no ejercer la “rodilla en tierra”, electricidad en los senos, golpes con bates sobre cuerpos envueltos en goma espuma, cascos que hinchan tu rostro, cuerpos rociados con gasolina, amenazas de violación. Acostúmbrate a que las torturas ocurren. Pero “no existen”.
7) El país que gira sobre su propio eje y no avanza. El país que no entiendes. El país que rechaza a su mitad.
8) Si tu carro se queda sin batería, bienvenido a las aceras. Si no consigues tu champú de siempre, compra otro. Vivir es experimentar. Si solo te activa el café en las mañanas, intenta ducharte con agua fría. A fin de cuentas, la cafeína tiene sus bemoles. Si ahorraste todo un año para viajar a Disney o Cancún con tus hijos, olvídalo, recapacita, piensa en bolívares, Venezuela es chévere, pero cuidado con los huecos, los miguelitos en la carretera, los peajes falsos, en fin, cuidado con la muerte. Ella también hace turismo nacional.
9) La denunciante que va presa. La secuestrada que calla para siempre su historia. La diputada que le prohíben trabajar. Los cadáveres que comienzan a llenar el Guaire.
10) Planear una nueva vida. En otro país. Así sea uno que limite por el norte con lo que sea y por el sur con tus ganas de no morirte.
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La protesta que encendió el país el 12 de febrero del 2014 lleva ya 42 muertos. ¿Alguien recuerda el nombre de la última persona asesinada? Hay muertes que poseen más resonancia que otras. Sin duda.
También puede ocurrir que, simplemente, nos estamos acostumbrando a morirnos.
Un comentario
La verdad que vivimos , lo mas triste que nos estamos acostumbrado