Publicado en: Polítika UCAB
Por: Trino Márquez
Después de que el pueblo alemán –hastiado del autoritarismo, incompetencia y corrupción de los comunistas, que tenían 44 años castigándolo- decidiera salir de sus casas con picos, palas y cuanto objeto contundente poseían, a destruir el Muro de Berlín, símbolo de la opresión, parecía –de acuerdo con la profecía de Francis Fukuyama- que el mundo avanzaría hacia la democracia liberal, en la que rigen el respeto a los derechos humanos, las libertades políticas y los límites al poder del Estado.
Este optimismo se consolidó con el derrumbe del gigantesco Imperio soviético, sin que ningún ejército extranjero hubiese invadido el territorio de la entonces Unión de República Socialista Soviéticas (URSS). El colapso se había producido por la pura ineptitud de la nomenclatura del Partido Comunista Soviético (PCUS) para desarrollar una economía que proveyera de bienes y servicios a los casi trescientos millones de habitantes de esa sociedad. La perestroika (reestructuración) y la glasnost (transparencia) impulsadas por Mijaíl Gorbachov habían encontrado poderosas resistencias en una estructura de poder anquilosada, preocupada sólo por conservar sus privilegios. Al derrumbe de la URSS, le siguió el desmoronamiento de todos los regímenes totalitarios de Europa del este. Las llamadas naciones satélites que giraban en torno de la Unión Soviética.
El derrumbe del comunismo –del que sólo escaparon Cuba y Corea del Norte (el caso de China es diferente)- y, una década después, la Primavera Árabe, permitían imaginar que en el planeta surgiría una nueva clase de líderes políticos convencidos de las ventajas de la independencia y colaboración de los poderes públicos; la elección del presidente de la República o jefe de Gobierno por elecciones libres y transparentes; la fortaleza del Poder Judicial; la representación amplia del Poder Legislativo; el respeto a la libertad de información, expresión, pensamiento y organización de los ciudadanos; la alternancia en el ejercicio del Gobierno; y los demás derechos humanos que integran la concepción democrática, liberal y republicana moderna. El comunismo, y antes el fascismo y el nazismo, habían demostrado que las estructuras piramidales y monolíticas de poder vulneran la dignidad humana de diferentes formas, oprimen a las naciones y asfixian las capacidades creativas de la gente.
La trágica experiencia comunista y, en general, autoritaria, parecía haber dejado claro que los países necesitan sistemas políticos incluyentes, capaces de renovarse continuamente, y líderes aptos para garantizar la apertura, la inclusión y la renovación.
Los acontecimientos de las dos últimas décadas han evidenciado cuán lejos estamos de contar con esa clase de dirigentes en la mayor parte del mundo. Los más recientes informes de Freedom House, Open Society, la unidad de investigaciones de The Economist, entre otras instituciones académicas que siguen el curso de la democracia internacionalmente, revelan los enormes retrocesos que se han producido en este campo.
El número de países donde se han entronizado gobiernos con líderes autoritarios es cada vez mayor. Encabezan regímenes iliberales o híbridos, eufemismos utilizados para designar sistemas autoritarios que aún no se han convertido en tiranías abiertas, como las conocidas en el pasado. Un caso grave es la India (ahora Bharat), considerada durante largo tiempo como la mayor democracia mundial. Con Nerendra Modi se produjo un cambio radical. Modi ha promovido una forma de gobernar fundada en el odio, el acecho y la represión, especialmente a los musulmanes. En Polonia y Hungría, antiguas naciones de la órbita soviética, se instalaron esquemas autoritarios que se han perpetuado en el poder.
En Estados Unidos, Donald Trump, tal vez la expresión más obscena de esta tendencia que estoy describiendo, se ha convertido en el líder más importante del Partido Republicano. Trump desprecia los principios intrínsecos de la democracia y la república. Esto no sería tan grave si no existiese el alto riesgo de que sea de nuevo el presidente de la primera potencia mundial, baluarte de la democracia planetaria. Imaginemos el peligro que significaría para la Libertad ese señor en la Casa Blanca, junto a Vladímir Putin, Xi Jinpin, Modi, Erdogan, la teocracia iraní y compañía.
Crecen constantemente las figuras que se alzan contra los valores y prácticas democráticas, levantando las banderas de la antipolítica o ejerciendo la dictadura. Daniel Ortega y Nayib Bukele representan lo más grotescos de esa propensión, inaugurada hace veinticinco años por Hugo Chávez y continuada por Nicolás Maduro.
Uno de los desafíos más exigentes de las nuevas generaciones será recuperar la democracia, para lo cual resulta indispensable formar una generación que crea en ella y la practique.
La crisis de la democracia constituye, en primer lugar, la crisis de un liderazgo que no le interesa la Libertad.