Publicado en: El Universal
La irrupción del romanticismo en la Europa de fines del siglo XVIII y principios del XIX amplifica lo que autores alemanes como Fichte o Herder designaban como Volksgeist -el “espíritu del pueblo” o espíritu nacional- cortejado por el Volkstum, la “condición de ser una nación”. De cara al cosmopolitismo de la ilustración, esta potente idea de que todos los seres humanos comparten una comunidad de iguales, los nacionalistas románticos sostienen la tesis de la diferenciación ahistórica. Cada nación posee rasgos comunes e inmutables, dicen, atributos culturales, étnicos, idiomáticos o psicológicos, imaginarios y sistemas de representación colectiva que la distinguen de otras, incluso desde mucho antes de su constitución.
“Aquí estoy / dando forma a una raza según mi propia imagen / a unos hombres que, iguales a mí, sufran y se alegren/ conozcan los placeres y el llanto/ y que, sobre todo, a ti no se sometan, como yo”. El famoso “Prometeo”, de Goethe (1774), obra que surge al calor del movimiento “Sturm und Drang”, no sólo resulta en llamado a la rebeldía del genio creador contra el corsé de la tradición, contra reglas que vinculadas a la ilustración y el neoclasicismo fueron juzgadas entonces como expresión de un excesivo racionalismo. También abona a esa concepción de la identidad propia de sujetos que, en su singularidad, se reconocen y deciden juntarse en una comunidad de destino. La identificación de rasgos compartidos ofrece así bases para un sentido de pertenencia que justifica la unidad nacional.
Pero también sabemos que las desviaciones catastróficas de tales corrientes no se hicieron esperar. Un romanticismo reaccionario y parroquialista, opuesto a la versión progresiva, liberal y revolucionaria del movimiento de origen, cultivado por autores que Isaiah Berlin califica como “desenfrenados” y fruto en buena medida de las contradicciones que introduce el modelo de sociedad post-Revolución Francesa, surge entonces con la ilusión de «dar marcha atrás» a la historia. La lucha entre lo viejo y lo nuevo, la emancipación y búsqueda legítima de la libertad individual son premisas que se desvirtúan completamente.
Refugiándose en una visión idealizada del pasado, haciendo apología a valores de la Edad Media, desestimando el pensamiento crítico, rechazando los avances de la modernidad y el progreso, se alimenta así la inclinación por situaciones e imágenes de carácter fantástico, mitológico, utópico. Son elementos de esa deriva los que, adaptados a las visiones de un nacionalismo extremo, a la exaltación del Estado-líder, a una teoría de la decadencia, al “biologismo”, racismo y darwinismo social, cobran cuerpo en el siglo XX con los consecuentes destrozos que conocemos. Los ideólogos del nazismo prefirieron hablar entonces de un romanticismo militarista y heroico, un “Romanticismo de acero».
Pero al margen de atroces desvíos que, como argumenta Safranski, inspiraron en ciertas sociedades una sensación de extrañeza respecto al mundo así como un peligroso desdén hacia lo político, vale la pena volver a la idea del espíritu nacional. No son pocas las naciones y los distintos liderazgos que, apelando al sentimiento patriótico en momentos de incertidumbre, malestar y crisis, siguen invocando la unidad en nombre de una vaporosa pero no menos inteligible “alma de la nación”. Esta suerte de principio espiritual que reúne a un pueblo en torno a una historia y cultura compartidas, un presente vibrante, una necesidad de salvarse y de trascender a futuro, no deja de ofrecer facetas interesantes en pleno siglo XIX.
En el marco de las elecciones norteamericanas de 2020, por ejemplo, ambos candidatos echaban mano a tal noción. “Esta campaña no se trata solo de ganar votos. Se trata de ganar el corazón y, sí, el alma de Estados Unidos”, dijo Biden. Trump, por su parte, reaccionó con un anuncio en el que solicitaba a los contribuyentes enviar un mensaje de texto con la palabra SOUL. (Al citar al líder indio Jawaharlal Nehru, por cierto, el alcalde recién electo Zohran Mamdani tampoco eludía la tentación de hacer “campaña con poesía” antes de “gobernar con prosa”: “llega un momento en el que pasamos de lo viejo a lo nuevo, cuando una era termina y cuando el alma de una nación largamente reprimida encuentra su voz”).
En nuestro caso, no sobra replantear las mismas preguntas ya hechas: ¿cuál es el alma de la nación venezolana? ¿Cuál es su estado? ¿Qué significaría salvarla? ¿Cómo, a expensas de heridas que taladran y se acumulan sobre las que nunca curaron, podemos repensar la nación como “una gran solidaridad”; un constructo que se resume en ese consentimiento renaniano inmune al desdén de los fuertes, “el deseo claramente expresado de continuar la vida común”? Son todas preguntas que nos confrontan con un presente perverso, tan inestable como peligroso. Cuidándonos de no rozar las filudas orillas del romanticismo antipolítico, de no caer en los abismos descritos por Carl Schmitt al ir contra esa “estetización de la política” (1919) que diluye la responsabilidad emanada del significado objetivo de las palabras, tales angustias invitan a interpelarnos. Si asumimos el carácter de plebiscito cotidiano que Renan asigna a la nación, en vez de restablecer el pasado, lo ya consumado, toca imaginar cómo inaugurar lazos y protegerlos de aquellos que sólo se han empeñado en fabricar jirones.





