Publicado en: El Universal
Vivimos el mito del apocalipsis ambiental, fabricado por una sucesión cronológica de organismos globales, entre ellos The natura conservancy, World Wildlife Fund, el Club de Roma, Greenpeace, ONU, y varias generaciones que además de hacerlo ideología dominante y dogma de fe, lo convirtieron en modo de vida de mucha gente. Sirve a unos para denostar el capitalismo contaminante y vivir de eso, mientras otra rama hace negocios capitalistas free. En retrospectiva, según los pronósticos del Club de Roma, por ejemplo, para los 1980 la vida habría desaparecido ahogada en CO2, y los grandes ríos de Europa, Rin, Danubio, Sena, Ródano, Támesis, serían hoy corrientes de aguas putrefactas. El hombre acababa con el entorno y la humanidad, aunque todo terminó siendo dog shit. Pero sus disparates desataron la imaginación de Hollywood que creó maravillosas obras, hoy clásicos de filmoteca, basadas en literatura distópica: el mundo destruido por el cambio climático (Mad Max: George Miller, 1979-2015), Nueva York congelada por un frío ártico (Un día después de mañana: Emmerich, 2004), superpoblación y lluvia ácida en Los Ángeles (Blade Runner: Scott, 1982) o calores infernales y cataclismos que lo convertían en una bola de fuego (2012: Emmerich, 2009).
Las maquinas, por su parte, intentarían tomar el poder en 2001 Odisea del espacio (Kubrick: 1968) y Terminator (Cameron:1984) como ahora hará la IA y muchos terminaron creyéndose las películas. Estaríamos amenazados por la “destrucción de la capa de ozono” y el calentamiento global, obra de las emisiones de C02 que producen el temible efecto invernadero, argumento rechazado enérgicamente por otros científicos, con argumentos irrefutados: la atmósfera se compone de 78% nitrógeno, 21% oxigeno, argón 0.96 % y una infinitesimal proporción de CO2, 0.04%, que a su vez lo divides en 100 partes, de las que la naturaleza produce 97 y el hombre 3. El debate transcurría libremente con grupos de científicos que tildaban de fantasía la amenaza que más bien apuntaba, decíamos, a negocios. El cambio climático parece evidente no centra el debate, sino la teoría “antropogenética” de los fanáticos, para quienes es producto de la acción humana su “inundación” de CO2 versus la posición crítica que lo considera parte de los ciclos de la naturaleza. La religión ambiental quiere anular a los críticos, simplemente descalificando de “negacionistas” a biólogos, paleontólogos y ecologistas que lo sostienen.
El padre de los estudios ambientales, James Lovelock escribió que era prueba de ignorancia científica preocuparse por el calentamiento global y por el hueco de ozono al mismo tiempo, porque este crecía para expulsar el calor y se reducía cuando la temperatura se liberaba, en una relación inversamente proporcional. Dijo también que el ser humano era tan soberbio que quería protagonizar los movimientos siderales. Investigadores de importantes universidades nos recordaban la biología de bachillerato: que la naturaleza contrarresta las emisiones de CO2 con el crecimiento de las plantas, que lo absorben y exhalan oxígeno. Para quienes no somos expertos, la controversia era apasionante, fundamental y nos alimentábamos de ella. Repentinamente la cancelaron, los científicos críticos quedaron en silencio, e incluso desaparecieron de los medios impresos e internet. La ONU, las ONGS radicales y la Agenda 2030 decidieron que el fundamentalismo es la verdad revelada y excomulgan otras versiones. Los científicos silenciados piensan que los cambios climáticos no tienen nada que ver con la acción humana, ni con los hidrocarburos, ni con las instalaciones industriales.
Son fenómenos cósmicos en la biografía de la Tierra hay por lo menos cinco grandes cambios climáticos, desde millones y millones de años atrás, antes que existiera la vida. En nuestra era, desde los alrededores del año 1000 d. C, Leif Erikson, hijo de Erick el Rojo, llamó a los territorios descubiertos del norte de América Groenlandia (tierra verde) y Vinlandia (tierra de vino) por su clima cálido, que hoy es helado, sin que puedan atribuirlo a la industria de la época. Desde comienzos del siglo XIV hasta la mitad del XIX la humanidad vivió la llamada “pequeña glaciación”, un cambio climático mucho más importante que el aparentemente vivido hoy y que puso fin a lo que llaman óptimo climático medieval. Como nadie puede atribuir fenómenos de 1000 d. C y 1300 d. C a los automóviles ni a los hidrocarburos, silencian las investigaciones que lo asocian a la intensidad de las manchas solares y la actividad volcánica. Las investigaciones determinan que las emisiones de gases digestivos que producen los rebaños son mayores que las industriales, pero igualmente insignificantes, y por eso, en un experimento desquiciado, un puñado de burócratas ideológicos pretende modificar desde sus escritorios estructuras productivas nacionales conformadas históricamente en cada país.
La Agenda 2030 es holismo, totalitarismo lento, pretensiones de planificación central fracasadas con el socialismo real, para determinar qué tiene que producir cada zona de Europa, algo que resulta asombroso después de las trágicas experiencias soviéticas. Burócratas de Bruselas avanzan en la destrucción de la agricultura y la ganadería en España, Países Bajos; de las represas, según su “proyecto” para restaurar la naturaleza, pero Giorgia Meloni prohibió la producción en Italia de carne artificial sustituta. Como en las más terribles distopías, en la cinta de culto Cuando el destino nos alcance (Soylentgreen: Fleischer, 1973) tampoco se podía comer productos naturales, como pronto puede hacerse realidad, sino unas barras alimenticias llamadas soylent que al final se descubren hechas de cadáveres. Más en serio que en broma, la Dra. Pamela Islay (Uma Thurman) creada por Joel Schumacher en Batman y Robin, es una científica que experimenta enseñar a las plantas a defenderse como animales salvajes. Su plan era que desaparecieran los humanos para que bosques y animales crecieran libremente.
Hábiles teorizantes supieron articular las especulaciones climáticas para sacar partido a su proyecto progre, la nueva cara de la revolución: “no tendrás nada y serás feliz”, la revolución de los inquilinos. Todo será de alquiler, empezando porque los precios de los autos eléctricos los hacen incomprables. Alquilaremos la computadora, el celular, los electrodomésticos y ninguna película distópica será más siniestra. La industria automotriz fue el fundamento del desarrollo económico global durante por lo menos tres cuartos del siglo XX y hoy comparte posiciones con la tecnología, las comunicaciones y la energía. A partir de la estrategia “verde” de la Agenda, entre otros muchos desvaríos, sus ejecutores están facultados para meter la mano a voluntad en la vida económica que regula, desde el uso del Kamasutra, hasta la locomoción. Contemplaba sustituir los vehículos a explosión con eléctricos para 2035, pero los fabricantes de automóviles comienzan a comprender la imposibilidad de ese disparate y a descubrir la trampa en la que han caído. Pretenden eliminar agriculturas nacionales para que crezca la vegetación, limitar el número de represas en cada país, sustituir las granjas por parques de llamada energía limpia, eliminar el ganado, pero el proyecto se tambalea por razones obvias. La sociedad reacciona contra la ingeniería social totalitaria. Tampoco podrás viajar en avión, a menos que sea privado (o que vayas a Davos)
En el teatro griego una madre dice que el mayor bien humano es nunca haber nacido y según Eurípides, al comienzo los hombres vivían postrados, inactivos, en una terrible depresión, porque sabían la fecha de su muerte, pero Prometeo borró esa fecha de su memoria y les entregó el fuego para que vivieran libremente. En nuestros días el profesor David Benatar, un connotado filósofo surafricano publica su conocida e impactante obra Mejor nunca haber existido (Oxford University Press. 2008) que defiende la conveniencia de extinguir paulatinamente a los humanos, tal como expresó Kamala Harris. Benatar razona sobre la inanidad de vivir, producto la tristeza de la existencia, (“los momentos de felicidad no compensan la inmensidad del sufrimiento” y “el suicidio tiene costos que se evitarían si no hubieras nacido”). La agenda 2030 aspira la pesadilla de cambiar el mundo, crear una nueva civilización, llevar al desastre el modo de vida creado en miles de años, y aprovecha los terribles efectos de la guerra ucraniana que desindustrializan y atrofian a Europa. Destruyen los idiomas para adaptarlos a desvaríos ideológicos, normalizan la pederastia, culpabilizan lo masculino, enfrentan a los dos sexos, inventan que los seres vivos tienen “género”, prohíben literatura y artes incorrectos, cancelan el pasado. Estos pol pots con vaselina repiten disparates mil veces cometidos, comenten otros nuevas y pasan por encima de una realidad palmaria: los proyectos de ingeniería social holística, fracasan. Siempre triunfa la herencia prometeica del Hombre.