Soledad Morillo Belloso

Cuando la opinión se vuelve garrote – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Hay una costumbre que se ha vuelto peste: la de atacar sin pausa, sin escucha, sin contexto, sin intentar entender. Basta que alguien haga algo que no nos gusta —cantar en otro tono, cocinar con otra sazón, escribir con otra cadencia— para que se desate la furia. No es desacuerdo, es lapidación. No es crítica, es escarnio. Y lo más grave: se hace en nombre de la política, como si la política fuera ley, dogma, frontera.

Bastó una bailanta en Caracas —con su música alta, sus cuerpos en movimiento, sus risas sin permiso— para que se desataran las pasiones destructivas. Como si el goce fuera pecado. Como si bailar en medio del caos fuera traición. Como si la alegría ajena ofendiera al dolor propio.

La bailanta ocurrió, con ritmo, con sudor, con deseo. Y eso bastó para que se alzaran los dedos acusadores, los juicios sin contexto, las frases lapidarias. “¿Cómo pueden bailar en este país roto?” “¿Cómo se atreven a celebrar cuando hay tanto que llorar?” “¿Qué clase de insensibilidad es esa?”

Pero ¿quién decide cuándo se puede bailar? ¿Quién reparte los permisos para la alegría? ¿Quién dicta el calendario y el protocolo del dolor?

Lo que se está sufriendo en Venezuela no cabe en una sola crónica. Es un dolor que se multiplica en la mesa vacía, en el medicamento ausente, en la migración forzada, en el duelo sin cuerpo, en la espera sin fin. Por eso, sonreír o bailar no es un acto de irresponsabilidad: es un acto de rebeldía. Es decirle al dolor que no nos va a domesticar. Es decirle al poder que no nos va a borrar. Es decirle al mundo que todavía somos cuerpo, ritmo, memoria.

Se ha confundido el derecho a opinar con el impulso de agredir. Se ha perdido el arte de disentir sin herir. Y en ese extravío, se castiga al que baila distinto, al que llora cuando otros ríen, al que ríe cuando otros guardan luto. Se exige uniformidad emocional, estética y ética. Y eso, lejos de construir comunidad, la erosiona.

La bailanta fue, quizás, un acto de resistencia. Un conjuro contra la tristeza. Un ritual de cuerpo presente. Porque en Caracas, como en toda tierra herida, el baile no es frivolidad: es memoria, es rabia, es afirmación. Es decir “aquí estamos”, aunque todo nos diga que no deberíamos estar.

Atacar a alguien porque hace algo que no nos gusta es negarle el derecho a ser. Y eso, más que manía, es violencia disfrazada de opinión.

Confundir el desacuerdo con agresión es una trampa peligrosa. Disentir es sano, necesario, vital. Pero atacar a quien hace algo que no nos gusta —porque se dictamina como dios del Olimpo que algo es éticamente cuestionable— revela más sobre quien ataca que sobre quien actúa. Es síntoma de inseguridad, de miedo a lo otro, de deseo de control.

Caracas baila. Aunque duela. Aunque moleste. Aunque incomode. Y en ese gesto hay algo sagrado. Algo que no se puede explicar, pero que se siente. Como un eco que dice:

“No me vas a quitar el cuerpo.

No me vas a robar el ritmo.

No me vas a dictar cuándo puedo ser.”

 

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