Si yo fuera irremediablemente pesimista, concluiría que Venezuela no tiene remedio y que no hay cómo salir de este foso pantanoso en el que unos salvajes cuatreros políticos nos han metido. Pero resulta que yo soy intrínsecamente realista, que no optimista, y eso me hace entender que es por consecuencia de lo mal que estamos por lo que vamos a treparnos por encima de este desastre y vamos a hacer, desde las ruinas pero con barro limpio, una nueva Venezuela.
Lo que ha pasado en la @AsambleaVE con estos diputados vagabundos, lejos de deprimirme, me anima. Me parece fantástico que se haya descubierto su trama (con la inmensa ayuda de unos periodistas valientes y muy profesionales) y que ahora enfrenten una investigación parlamentaria. Incluso si la maraña termine siendo tan enredada que resulte difícil deshacer los nudos, ya mucho se ha progresado en lo que llamo el proceso de limpiar, desinfectar, fumigar y vacunar el más importante poder público. Porque no importa cuánto griten y pataleen estos sinvergüenzas, no importa cuántas excusas pretendan vender, cazados en falta, su carrera política es historia. Por eso no hacía falta comunicado alguno de partido político con foto y cartel. Que estos bandidos nunca han debido ser candidatos para ningún cargo de elección popular, que los partidos nunca han debido darles su apoyo, comprender eso también es progreso y ganancia. De aquí en más, las organizaciones se cuidarán mucho de investigar hasta la última hebra del traje de cualquiera que pretenda llevar su estandarte. Ya no bastará con el palabreo enamorado de rodillas frente a la bandera y el juramento frente a una cruz. Ya verán cuán escrupuloso será el escrutinio de todo aquel que quiera optar.
Mi realismo me hace ver cosas que quizás no solían ser tan evidentes. Hace unos meses, antes que Maduro diera permiso para dolarizar informalmente la economía, la lavandería era un proceso más recatado, más bajo cuerda. Ahora sacaron las caletas. Y el dinero verde fluye, a borbotones, y, como la tos, es difícil de disimular. Lo muestran, lo exhiben, quieren usarlo. Porque, ¿para que sirve tantos años de afanar si no se puede exhibir? Bodegones crecen como monte en las ciudades de Venezuela; son establecimientos montados en tiempo récord y a todo trapo (con la ventaja de información privilegiada que permitió la renta y remodelación de locales y la importación a tiempo y con excepción arancelaria de productos). De ellos gentes que hasta hace nada contaban medio para sumar bolívares salen mostrando sonrisas tipo Farrah Fawcett con carritos llenos de los productos más finos y caros. Ah, es tiempo de fiestas estrafalarias (re) estrenando hoteles. Tiempo de lujosos vehículos de alta gama blindados. De «servicios especiales privados» pagados en dólares en efectivo. De ello son testigos una enorme cantidad de vendedores, mesoneros, camareros y personal de servicio que son transparentes para quienes los usan. Si algo distingue a los del dinero excesivo y mal habido es su incapacidad total para contener su adicción a la extravagancia y para prestar atención a esos seres menores que todo lo ven y a quienes desprecian, aunque les resulte fácil meterse la mano en el bolsillo y sacar billetes verdes para propinas, que lucen excesivas aunque comparado con lo que tienen y gastan no sean sino migajas. Excesivos, extravagantes, estrafalarios. Lo son. Pero también vulgares, inelegantes, sin clase. El señorío brilla por su ausencia en esta pléyade de nuevos ricos recién vestidos. Y esto que ocurre ahora es bueno. Han quedado al descubierto. Salieron de sus madrigueras. Postean fotos y vídeos de sus andanzas, viajes por el mundo entero y compras. Escriben y describen con lujo de detalles su historia y sus placeres. Están ellos mismos nutriendo sus expedientes. Y lo hacen justo cuando la inmensa mayoría del país sufre penurias indecibles. Compran los puestos en la colas para la gasolina frente a los transportistas. Tienen electricidad en sus casas para sus fiestas mientras los vecinos están en oscuridad. Lavan los lujosos carros frente a los ojos mismos de miles que no tienen agua para las mínimas necesidades. Salen de establecimientos y lanzan restos de comida a los pipotes de basura sin reparar en los comensales que esperan por esos desechos para alimentarse. Se creen inmensamente inteligentes, inmensamente astutos, porque llegaron hasta aquí bañados en oro, pero son inmensamente tontos, inmensamente torpes.
Son tiempos de vientos. Tiempo de vientos inmensos. Y lo inmenso se volverá adverbio.
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