Mi amor por Venezuela es tozudo, perseverante, paciente, persistente, empecinado. Es un amor que duele, como todos los amores serios. Que involucra y compromete, como todos los amores verdaderos. Que cuesta y cobra, que exige y demanda, como todos los amores que valen la pena. Venezuela no es el mejor país del mundo. Es sí nuestro mejor país.
Me niego categóricamente a meterme en una burbuja, a habitar en una ilusa tierra del verde jengibre. No voy a jugar al ejercicio de libritos de auto ayuda. Algunos se metieron en los cuartos de Twitter, chats y otros espacios virtuales y allí, en esos espacios, que creen protegidos, analizan y opinan con un milímetro de profundidad.
Yo nací en 1956, cuando todavía estaba el chichón de piso. Tenía dos años cuando cayó y se escapó (forrado en fortunas que le rindieron hasta el fin de su vida). La democracia en Venezuela la construyo gente que se preocupó y ocupó. Fue gente que se dejó la piel pegada en la lucha, el esfuerzo y el trabajo. No vieron los toros desde la barrera.
La democracia es difícil. Es un sistema de gobierno complicado que pone a los ciudadanos en modo “protagonistas», no «espectadores». Eso supone conocimiento, responsabilidad y una visión social distinta a otros sistemas en los que los pobladores son entes políticamente pasivos. La democracia nos exige estar involucrados y comprometidos.
La democracia es terca. Vaya si lo es. Muchos la quieren pisotear y ella no se deja. Para vencerla no basta atacarla, la tienen que aniquilar. Pero eso tampoco es fácil. A muchos no les gusta la democracia. Les parece necia, ineficiente, blandengue. Como la autocracia tiene tan mala fama, aparecen gobiernos para nada democráticos pero disfrazados de tales. En el planeta hay unas diez y nueve democracias reales; hay unos ciento cincuenta y tantos países que dicen ser democráticos, aunque no consiguen pasar un mínimo examen de credenciales. La inmensa mayoría de esas «democracias» son caudillismos, con mandones jefes de estado con poderes y privilegios casi ilimitados. En esos países, el poder vive muy bien mientras los ciudadanos sufren penurias indecibles y son forzados a modernos modelos de esclavitud.
La democracia es un edificio en construcción. Nunca está lista, siempre le falta algo. La de Venezuela, que había costado mucha sangre, mucho sudor y muchísima lágrima, distaba de llegar a niveles satisfactorios pero era infinitamente mejor que los sistemas autocráticos que habíamos tenido como una maldición intermitente casi todos los años desde la independencia de la Corona Española. Esa democracia fue pisoteada, vejada, contaminada y convertida en lo que hoy tenemos: (sin recovecos lingüísticos) una dictadura.
Pero ni Venezuela está muerta ni es cierto que no sea posible recuperar la democracia y por supuesto hacer de Venezuela un buen país. Hay que hacer de nuevo a la nación, hay que reconstruir la democracia. Y para ello hay que dejar de lado la indolencia y el conformismo y entender que ese confort de algunos no es sólo una ficción sino una muestra de irresponsabilidad.
Llevamos años luchando. Sin rendirnos. Claudicar no es una opción. De hecho, los venezolanos que emigraron no se declararon vencidos. Desde dónde están luchan. Y ayudan. En muchas formas.
Ahora los venezolanos, mayores de edad, con cédula o pasaporte (aunque estén vencidos) , sea que vivamos en territorio venezolano o en el exterior vamos a elevar nuestra voz. La Consulta Popular es un grito de vida. De derechos. De justicia. Es un enorme acto de ejercicio de la responsabilidad.
Cuando pasen los años, podremos decirle a ese joven que hoy es un niño: «tú tienes Venezuela porque yo luché, porque yo no me rendí, porque nunca claudiqué».
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