Por: Jean Maninat
Sí, es cierto, es la pregunta que podría haber intrigado a un don Corleone joven y advenedizo, todavía sin el título de poca alcurnia adosado al apellido, pero con ganas de comerse el vecindario. Digamos, preguntarle al joven y fatso Clemencia -no hay ofensa- cuál era el punto débil de los políticos que representaban al estado de Nueva York en el Congreso.
Los “políticos” han sido una especie denostada por la afición popular en democracia, y perseguida con ahínco por los autoritarismos de todo pelaje, una vez en el poder. Hay quienes han pasado parte fundamental de su vida “haciendo política” de una u otra manera, llegan al poder cabalgando sobre la antipolítica y se dedican a detonar la democracia en nombre de recobrar su pureza o erradicar sus maleficios.
Allí pastan Perón, Fidel, Velasco Alvarado, Pinochet, Videla, el Comandante Galáctico, Ortega, Evo, Correa; y se les une la nueva cepa de los estrambóticos Bolsonaro, López Obrador, Bukele, y el superhéroe derrotado de la antipolítica, Donald Trump. Tienen en común su desdén por la democracia y sus valores.
El discurso del populismo redentor atropella históricamente a los hombres y mujeres que asumieron y asumen la política -y la practican- como un servicio público, en algunos casos como una entrega, bien sea como funcionarios del Estado, o como operadores políticos que arriesgan la tranquilidad de su pasantía por la vida en un oficio insospechadamente inhóspito e ingrato. ¿Cómo no echar de menos a Angela Merkel, el momento venido?
En esta parcela del planeta que habitamos, hemos sido especialmente cruentos en juzgar nuestro pasado, entonces presente, y las élites -aplaudidas por el “pueblo”- entregaron una democracia que avanzaba entre traspiés, ciertamente, pero era ejemplo regional de convivencia democrática y cierta prosperidad que regaba el cuerpo social. No era Arcadia, qué duda cabe, pero era una sociedad potable que atraía a los que huían del tóxico ambiente ideológico que trituraba las suyas, a pesar de las evidentes carencias sociales que pervivían en la nuestra.
Restituir el tejido político que una vez nos distinguió es una tarea homérica, reponer la confianza en los “políticos” y los partidos que deberían formarlos y prepararlos -mucho más allá de los apellidos que hoy en día los atosigan- es una tarea fundamental de la recuperación democrática del país.
El orgullo de portar una camiseta partidaria-con todos sus bemoles y colores- fue una fuerza definitiva en la construcción de la Venezuela democrática. Los autoritarios la portan hoy en día roja y sin remilgos, y los demócratas la esquivan con escrúpulos, gracias a que quienes deberían atraerlos para el cambio democrático y electoral, no han hecho últimamente más que espantarlos de la política y el compromiso con la sociedad.
¿Cuánto cuesta un político? El esfuerzo de construir un gran partido de masas y luego sacrificar la franquicia personal, sin aspavientos heroicos ni reclamar estatuas a la historia, así de simple, sin hache mayúscula, que al fin y al cabo es muda. Como Rómulo, allá en Berna.
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