Publicado en: El Universal
La frustración, afín a los charcos de la impotencia, la rabia, la decepción, el hambre o la sed que no logran saciarse y que nos consumen, es quizás una de las sensaciones más difíciles de remontar. Anclar la esperanza, por más exigua que sea, a un objeto que al final se nos revela inalcanzable, es trance que desarma a cualquiera. “A menudo la expectativa falla, la mayoría de las veces allí donde más promete”, pone Shakespeare en boca de una afligida, deseante Helena, cuando ella percibe cuán distante se le muestra el bello Bertram: así, “la ambición de mi amor se vuelve una plaga de sí misma”. La punzada que acompaña al deseo insatisfecho y nos deja a expensas del sistema límbico, hunde su pica hasta en la atalaya más resistente.
¿Qué decir de la frustración crónica, ligada también al reciclaje de la esperanza; esa que nace y muere, una y otra vez, indicio de que la expectativa supera los medios para hacerla realidad? Son señas de la montaña rusa que se hizo casi predecible en una Venezuela agobiada por la necesidad de atajar el brutal hundimiento: un inicio de año que se va caldeando por obra de la euforia, el nervio puesto en el nuevo-viejo “milagro” político, la palabra y la acción exuberantes pero no menos ávidas de sentido estratégico. Luego el mordisco, la revancha, nuevamente el mordisco; el apogeo que no llega, la resolución que se va diluyendo frente a la grosera evidencia. Todo para retornar al socavón que fagocitará los bríos recién imbuidos por el liderazgo, que hará patente el peso de la “traición”, la ruptura traducida en escepticismo y desafección cívica. Una robusta antesala de la antipolítica, también; el error sin aprendizaje que parece desafiar incluso las previsiones del condicionamiento instrumental.
No sorprende que sociedades maltratadas por ciclos de deseo-esperanza-fallo-frustración busquen maneras de expiar sus efectos, claro está. De otro modo, la entropía, la acumulación de inquinas podría cobrarse con creces. Tras algunas feroces gestiones, sin embargo, unos saldrán ilesos, otros no. Ante la imposibilidad de dirigir la rabia contra el verdadero victimario, de cobrarle sus abusos o anular la estocada que bloquea nuestra voluntad, es probable que se opte por re-direccionar la agresión hacia el prójimo, en suerte de ficción de destrucción “controlada”. No faltará entonces quien, contra su ánimo y real desempeño, acabe cargando con la cruz del chivo expiatorio.
Del simbólico sacrificio humano como modo de purgar la escalada de violencia que desata la rivalidad mimética, el doble vínculo, nos habla el antropólogo francés René Girard. Un mecanismo que evoca los códigos del Levítico: junto al animal degollado en ofrenda a Yahvé, el chivo expiatorio terminó personificando al mal, convertido en depositario de la culpa colectiva; abandonado por eso en mitad del desierto, insultado, lapidado, expulsado del seno de una comunidad urgida de la catarsis, del traslado de la conciencia del pecado a un distinto, aunque eso al final no le permitiese zafarse por completo de su impronta.
Algo parecido ocurriría en sociedades que, instigadas por la pulsión de defensa, reaccionan ante la incertidumbre, la rivalidad, el caos, el miedo a perder lo codiciado. La embestida que esquiva al causante de daño acabaría mutando en acoso contra un otro vulnerable; acto que al sustituir la contrición nos libra también de la penitencia. Tal práctica y sus saldos identitarios (“nosotros” vs “ellos”) son tan contagiosos y cohesionadores como proclives al desbocamiento, a la dilución de la responsabilidad individual, el gusto por la equivocación compartida; a la deshumanización de la víctima y la desensibilización del agresor.
Así como el poder se ha pertrechado acá de sus propios chivos expiatorios -y los bautiza “escuálidos”, “apátridas”, “contrarrevolucionarios”; los aparta, estigmatiza y apedrea- el extravío de los últimos años también desata dinámicas similares dentro de la oposición, cada vez que el fracaso aflora para desnudar la propia debilidad, el propio desgarramiento. De hecho, las redes sociales brindan potente plataforma para habilitar la persecución contra la bruja, el blasfemo, el apóstata, el hereje de ocasión y sus acólitos, llámese como se llame en su momento: Rosales, Borges, Capriles, la MUD, la AN, Falcón o los que vengan. Sí: en predios del blanquinegrismo basta con que algunos lo avalen para que el desprecio por el impuro, “el causante de todos los males”, pique y se extienda; para que luzca, incluso, moralmente necesario. ¡Ordalía!
A merced de esa ira desplazada, ese “linchamiento fundador camuflado” como lo describe J.I. González Faus, hemos ardido, nos hemos chamuscado. El antecedente lleva a temer por lo que sigue: pues la frustración, lejos de disiparse, vuelve hoy por sus fueros, “golpea donde la esperanza es más fría y la desesperación más se encaja”. ¿Habrá forma esta vez de detener el desgaste, el estallido que, “plaga de sí misma”, a duras penas nos salva de la angustia de no poder perdonarnos?
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