Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Dice Hegel en su Estética que “los hombres pueden llegar a sentir terror ante el poder de lo infinito y lo absoluto”. Y sin embargo, a lo que realmente “deberían temer no es al poder material y su opresión, sino al poder moral, que es un destino de su razón libre y, al mismo tiempo, el eterno e inviolable poder que levanta en contra suya cuando se vuelve contra ella”. Tragedia es palabra griega que traduce “canto del macho cabrío” -de trágos o carnero y odé o canto. Hace alusión al canto que los atenienses entonaban en las festividades en honor a Dioniso, el hijo de Zeus, Dios de la vendimia, el éxtasis y el teatro, en virtud de su capacidad para liberar a los hombres de su ser normal y conducirlos a la condición de catarsis o purificación, dado que resulta ser el intermediador por excelencia entre lo vivo y lo muerto. El canto en su honor conduce, pues, al drama terrible, decisivo y siempre funesto. Aristóteles, en su Poética, lo define como una “acción elevada y completa” que, “moviendo a compasión y a temor, produce en el espectador la purificación de los estados emotivos”. La tragedia conduce a la muerte, cuando no al exilio o a la ruina económica, moral o física de los personajes que la representan. Y es que hay, en efecto, muchos modos de morir. “Es preferible la muerte”, afirmó Carlos Andrés Pérez, al enterarse de la artera sentencia del entonces Tribunal Supremo que lo apartara definitivamente de la Presidencia de la República. Y, como ya se sabe, de aquellas aguas provienen estos lodos.
Inserta en el círculo del poder, la tragedia determina e impone su sino por encima de la voluntad, de las inclinaciones y de los afectos, haciendo de lo divino algo profano. Su detonante es la hybris, el orgullo insolente, el celo ardiente de las pasiones, de los intereses o de las ambiciones desbordadas: “sustancia eterna, cuyos lados, a la vez particulares y generales, constituyen los grandes móviles de la actividad verdaderamente humana”. No hay sive, inclusión, que se reconozca. Se impone la perentoriedad del aut, de lo que excluye: o esto o aquello, o lo uno o lo otro. No hay salida. Ante la proximidad de la inminente colisión, dos tendencias, dos inclinaciones, dos posiciones irreconciliables, en fin, la escogencia de una de dos decisiones recíprocamente contrarias que se autoconciben como la única realidad y verdad, arrastran al héroe de la terrible trama por el no menos terrible fatum hacia el conflicto final y la inminente derrota: “Alea iacta est”.
Cada quien se labra su propio destino. De ahí que Hegel distinga entre el Schiksal y la Bestimmung. No importa cuál sea la estrategia o la decisión final: ya es tarde, y ya el fin, bajo las últimas luces del ocaso, ronda sombrío hasta penetrar lo que aún queda de humanidad en esa –aquí– estatua de yeso, atravesándola hasta tocar el fondo de sus –ahora– pírricas entrañas vitales de poder. Llega el momento de hamartia, la hora del tiro errado, el momento de asumir las consecuencias del error fatal, de las pecaminosas fallas cometidas por el llamado “héroe trágico”. Ya no hay forma de corregirlo. Nada más queda por hacer. Tampoco importa si la ofensa infligida se ha cometido por crasa ignorancia o por mera premeditación, siguiendo el plan trazado e impuesto por el cartel gansteril. Ni si se trata de Edipo, de Antígona o de lo que todavía resta de humanidad en un desproporcionado banano. A fin de cuentas, y como dice Vico, la era de los héroes es la era de la barbarie. El momento de convocar la elección marcó el destino del régimen.
Los triunfos pírricos suelen obtenerse con más daño para el vencedor que para el vencido. ¡Oh, mala hora en la que ganar significa perder! La tragedia se caracteriza por no presentar salida alguna. No hay resolución ante la inminente desgracia. ¿Acaso pasarse el resto de los días en una prisión de máxima seguridad no es también una forma de morir? Y esa es, justamente, la actual condición de todo régimen que ha hecho del crimen, bajo todas sus expresiones, su medio y su fin. Gane o pierda. No hay más juego para las «mediciones» ni las “tendencias” ni la “intención de voto”. A modo de paréntesis, conviene decir que ya no hay lugar para los oráculos ni para los “expertos” nano-teólogos ni para los “instrumentos metodológicos” de una ratio técnica que carece de todo concepto y de toda formación histórica y cultural. Formas huecas, vaciadas del más escueto contenido. Láminas de cartón graficadas ante las cuales las parcas sonríen, no sin cierta pena ajena. El desprecio por la Wirklichkeit, por la realidad efectiva, y su sustitución por las fórmulas, las “tendencias” y los debería de los divinari, muestra la precariedad de un entendimiento abstracto que ha terminado por transmutar las “tortas” de sus gráficas en una gran torta empírica, bajo sospecha de lucro. Los deseos, como dice el adagio popular, no “empreñan”. Tampoco la subestimación de la fantasía concreta tejida en red y devenida voluntad general.
La más grande tragedia del mundo antiguo, la Antígona de Sófocles, narra la historia de Eteocles, quien decide quedarse en el poder a pesar de haber culminado su período, lo que desencadena la guerra. Su hermano, Polinices, arma un ejército en Argos y regresa para reclamar el trono de Tebas. La guerra concluye con la muerte en combate de los dos hermanos, tal como lo habían anunciado no las encuestas sino las profecías. Muertos los hermanos, Creonte asume el poder y decreta que Polinices, por haber atacado a la ciudad, no debe recibir digna sepultura y su cuerpo deberá permanecer en la arena para ser devorado por los cuervos y los perros. Por esa razón, Antígona, hermana de ambos contendores, decide enterrar a su hermano y darle los correspondientes honores fúnebres. Pero su desobediencia la lleva a “la tumba”, para ser sepultada en vida. Antígona decide quitarse la vida. Su prometido, Hemón, hijo del rey Creonte, intenta matar a su padre sin conseguirlo, por lo cual, y en medio de su dolor varonil, se quita la vida. Aún sin saber que su hijo ha muerto en los brazos de Antígona, la madre de Hemón, Eurídice, se suicida ante el dolor causado por la desventura. Finalmente, Creonte, víctima de su propia desdicha, se da cuenta de su harmatia, al haber querido mantener el poder por encima de todo y de todos, enfrentando las leyes del Estado y el Ethos de la ciudad. De nuevo, las formas y los contenidos se han escindido y el desgarramiento abre las oscuras fauces de Cronos. La historia se traga a sus hijos. Las llamadas revoluciones son su viva imagen. No pudiendo renunciar ni a su vanidad ni a sus compromisos, se ve condenado a la ruina, obligado a resignarse, como puede, al cumplimiento de su destino. La tragedia, como dice Hegel, “no arraiga en las personas sino como consecuencia de sus propias acciones, a la vez legítimas y hechas culpables por su colisión, acciones de las que ellos mismos tienen un perfecto conocimiento y arrastran la responsabilidad”. Una vez más, Alea iacta est.