Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
A mi querida sobrina Jeli Herrera, violista,
concertista y amante de la libertad
“Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más
bien de abuso-, son los grilletes de una permanente minoría de edad”
Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?
En el campo de la filosofía práctica, el fenómeno de la heteronomía se comprende como la experiencia de la conciencia de un sujeto dependiente, sometido a un poder que -se presupone- lo sobrepasa y lo abruma. Se trata de un poder que le ha sido impuesto desde afuera, por encima de la autenticidad de su ser social. Un poder que, abstractamente, le dicta conductas, normas o reglas que obligatoriamente debe cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa o, en todo caso, a un ser genérico, subalterno e indeterminado. Heteronomía es, en consecuencia, la condición sine qua non que impone la voluntad de uno -o de algunos- sobre la libre iniciativa del resto de la ciudadanía. Al aceptar su dominio, el “yo quiero” queda sometido a una fuerza imperativa que le resulta impuesta, ajena y hostil, transmutándolo, como dice Marx, en la más nítida expresión del ser enajenado, extrañado de sí mismo.
El presupuesto del cual surge la heteronomía tiene su punto de partida en la figuración de que los individuos que componen todo posible cuerpo social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser guiados, orientados y conducidos por quienes se autoperciben como los más ladinos y osados, aunque no siempre sean los mejor preparados -pero sí los más fuertes- y afirmen saber más del discurrir moral, social y político que el resto de la población de “niños grandes”, de “enanos mentales”, de eternos “menores de edad”, incapaces de decidir y valerse por sí mismos. Son ellos, los muy “maduros”, los “robustos gigantes” descritos por Vico, los “guías materiales y espirituales” de aquellos que actúan como críos, carentes como son de adultez y, en consecuencia, de toda eventual responsabilidad. Son los “pastores” de un numeroso rebaño de ovejas que, sin ellos, quedarían descarriadas y sin rumbo. Son los profetas iluminados, las muletas de los inválidos, los llamados a canalizar las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a fin de que no se desvíen el camino recto, del orden establecido, y acepten el régimen de obediencia y sumisión que se les ha implantado. Porque el “orden” no puede ser otro que el que ellos han sancionado. Ellos, los padres de la manada, los caciques de la tribu, quienes sabiamente han definido y colocando, además, los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la heteronomía sean, justamente, sociedades caracterizadas por el imperio de los controles.
Frente a la conocida expresión: el cielo es el límite, cuya sola idea exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad, el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta -y siempre sentenciosa- solemnidad, que, más bien, el límite es el único cielo permitido. Cuestiones del poner, del fijar (Setzen). Una característica esencial de la mera ‘reflexión del entendimiento abstracto’, como la denominara Hegel. De este modo, los miembros de las sociedades heterónomas terminan atribuyéndole su propia institucionalidad, su ordenamiento social y hasta su propia existencia, a una incuestionable autoridad: el Comandante supremo, esté vivo o muerto, pero siempre ubicado por encima del resto del ser social. No importa el nombre que reciba este ser “superior”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la historia, esa formación social. Los resultados siempre serán los mismos: el autoritarismo, la dependencia, la manipulación, la explotación, la degradación, la corrupción, la impotencia.
Las sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, como un niño “mal educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia de las sociedades maduras, constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de vivir en y para la autonomía y el consecuente desarrollo.
Es cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o autocráticos que la institucionalización de la heteronomía. “No razones: adiéstrate”. Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o “controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia, por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro. En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar “el orden”, “la paz” y “el progreso” en sentido orwelliano. La humillación llega, de este modo, al máximo. La objeción, la duda, el juicio, el pensamiento en cuanto tal, el derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera de la ley, están sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de “terrorismo” y alta “traición a la patria” y a los intereses del llamado “colectivo”, es decir, del cártel que sostiene los hilos del poder.
La consigna y la etiqueta -o como dice Kant, los “principios y las fórmulas”- sustituyen al pensamiento para dar paso al servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el crucial momento de la llegada de la electricidad o del agua potable, de la leche, del papel higiénico o del aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la verdad en banal instrumento de medición. El lenguaje se entumece. La salud deviene ejemplo de la más indigna de las miserias humanas. Las empresas no producen, porque lo importante no es producir -¡oh, contradicción!- sino obtener un ruin aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje violencia en manos de las squadre o falanges o comités de defensa -es igual- de un ‘proceso’ que ni lo es ni puede llegar a serlo. El objetivo sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para la vil sumisión.
Kant fue el primero de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una sociedad heterónoma, carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad”.
“¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”, afirmaba el gran pensador de Königsberg en su tratado explicativo de la Ilustración. Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan sólo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.