“No se puede entender la vulgaridad del campeonato de pulcritud misional que atribuye a Maduro, hasta ponerlo como el principal adalid de la rectitud en un periplo que se inicia durante la gestión de José Antonio Páez, caracterizada por la proverbial honestidad de sus funcionarios grandes y pequeños”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Como Jorge Rodríguez, en medio de una de las crisis más agudas de la “revolución”, rebuscó en la Historia de Venezuela la defensa de Nicolás Maduro, traigo de sus anales un suceso que puede ayudarnos a calificar la magnitud de lo que se atrevió a afirmar. Recordemos lo que gritó Rodríguez en su micrófono de presidente de la Asamblea Nacional: “Desde 1830, no ha habido un presidente que se haya ocupado de perseguir la corrupción administrativa como Nicolás Maduro”.
Todos escuchamos, mientras los diputados lo ovacionaban cuando sucedía un “debate” sobre la reciente desaparición de millones y millones de dólares perpetrada por miembros del alto gobierno. Como se sabe, entre tales miembros se encuentra Tareck El Aissami, figura estelar de la burocracia desde la época del teniente coronel Hugo Chávez y ahora renunciante de su cargo de ministro, por el hedor que ha provocado la levadura amasada por sus manos mientras el recientemente aclamado luchador contra la ladronería lo mimaba en su regazo para que no dejara de engordar.
En 1879, se produjo en los círculos políticos y en la prensa un escándalo debido a un contrato que pensaba suscribir Antonio Guzmán Blanco con un aventurero francés de apellido Pereire, que significaba la entrega de inmensas porciones del territorio nacional para beneficio de los firmantes del acuerdo. Ante la repulsa el dictador abandonó los planes, pero hizo que se publicaran en un importante periódico de Caracas las siguientes afirmaciones: “Si hay alguien en el país que rechace mis grandes esfuerzos, tan acertados como patrióticos, eso, aunque tomara la forma de la opinión pública, lo despreciaría como desprecio lo que quiera que estén pensando los indios de la Goajira o del Caroní”.
Ahora no se trae la afirmación para criticar a un autócrata corrupto del pasado, sino a quien ahora defiende al mandón de nuestros días por su denuedo en la pelea contra los depredadores del erario. Solo un desprecio infinito por la opinión pública puede conducir a una afirmación como la hecha por Rodríguez sobre las estentóreas batallas del presidente Maduro contra la corrupción administrativa.
Como saben hasta las piedras del campo, las administraciones del teniente coronel y de su sucesor han sido un paraíso para malhechores y facinerosos, para bandoleros de cuello blanco y lagartos de los bajos fondos. En consecuencia, quizá esté el actual presidente de la Asamblea Nacional sintiendo sobre los destinatarios de su mensaje, ciudadanos de nuestros días, como sentía Guzmán en 1879 de los indios de la Goajira y del Caroní.
De otra manera no se puede entender la vulgaridad del campeonato de pulcritud misional que atribuye a Maduro, hasta ponerlo como el principal adalid de la rectitud en un periplo que se inicia durante la gestión de José Antonio Páez, caracterizada por la proverbial honestidad de sus funcionarios grandes y pequeños. Es evidente que ignora cómo Santos Michelena veló entonces como cívico inquisidor por el desempeño equilibrado de sus subalternos.
Pero la tergiversación o la patraña no importan, porque tampoco importa, según el señor del micrófono, lo que piense la gente sobre una desproporcionada afirmación sin asidero. Si no le importó al Ilustre Americano-Regenerador de Venezuela, ¿le ha de preocupar a un poderoso y prepotente personaje de la actualidad?
Los venezolanos del último tercio del siglo XIX no solo temblaban ante Guzmán por el poder que resumía en su persona, sino también por los rasgos violentos de su carácter, por sus explosiones de soberbia y megalomanía o porque de pronto decía y hacía cosas raras que no eran propias de la gente normal. Un caso siquiátrico, según los colegas historiadores metidos a analistas de los difuntos.
Pensé mucho sobre esas características al escribir este artículo porque todavía no hay sanatorios infalibles para la patología del poder, pero ya lo he terminado, ya me metí en honduras. No sin encomendarme a Telmo Romero, desde luego.