Publicado en: El Universal
“No odies a tu enemigo, porque eso te impedirá derrotarlo”. El Padrino. Mario Puzo (y Coppola)
Común es equivocarse, difícil acertar y el pensamiento científico se basa precisamente en el principio de “ensayo y error”, por falta de ejercicio crítico, que se hace error y error. Las equivocaciones son remisibles, salvo las fatales, pero según la psiquiatría, el dogmatismo, la irrealidad, el narcisismo y la inexperticia inducen al fallo y, encima, dificultan las rectificaciones. Los triunfos dependen de la ecuación capacidad, voluntad y suerte, y la tabla del error prone es un gradiente desde la temeridad hasta la cobardía con puntos medios virtuosos. La temeridad conduce al desastre radical, y la cobardía a la abulia, a eludir la acción y sus riesgos por miedo. El fracaso de la oposición, que arrastró a la comunidad internacional, nace de la enfermedad infantil del radicalismo temerario, por no entender la esencia de la política, contradicción-acuerdo, sustituida la inteligencia por el radicalismo.
En 2002 cae el gobierno y la torpeza radical elimina diputados, alcaldes, gobernadores, el sistema político que ya se había pasado al nuevo, y ante el caos, los militares deciden retroceder. Carmona se dio cuenta del disparate y anuló el decreto número uno con el número dos, pero Miquilena, Poleo, Petkoff y otros relegados en el nuevo esquema, dieron descabello a un gobierno calificado “de extrema derecha”. En 2018 la oposición ganaba las elecciones por paliza, pero inhabilitados los candidatos de clase media caraqueña, prefirieron a Maduro, un chavista abierto, en vez de Henri Falcón, “chavista encubierto”, decían, y además, plebeyo. También estuvo servida la mesa en 2019, y la euforia de la novillada de feria impidió que los cabecillas se dieran cuenta, más pendientes de despreciar y torcerle los ojos al PSUV, bañarse en las masas, y preparar las cárceles para nuevos huéspedes. No puedo olvidar la frase histórica: “solo negociaremos con Maduro qué va a comer en el avión”. Si Maduro hubiera siquiera ido al baño, el gobierno se desestructura.
La política subnormal, la subjetividad extrema en la praxis, procesa los actos y los fallos a partir de sentimientos y pasiones. Al desacuerdo sigue la furia y con ella la imprecación, el vejamen, y explicar las diferencias de criterio por “motivos ocultos”, “sucios”. “Quien me adversa, -tienden a pensar-, es porque lo mueven intereses oscuros”. Los políticos realistas, que merecen llamarse dirigentes, tratan de mantener los debates en el plano racional, controlar la enfermedad del odio, “tienen el cuero duro” porque saben que será necesario que adversarios de hoy sean aliados en el siguiente combate. Prefieren la ironía al insulto. Winston Churchill no debe faltar cuando se habla del buen hacer político. Después de ganar la guerra mundial, inesperadamente perdió las elecciones de 1945 con el izquierdista Clement Attlee, quien anunciaba su proyecto de nacionalizar los gigantes del carbón, el hierro y la siderurgia. Durante una sesión regular del parlamento, este entra al baño donde estaba Churchill, quien al verlo corre teatralmente a los urinarios del extremo opuesto, mojando el piso.
Sorprendido, Attlee le hace un chiste de baño: “¡qué te pasa Winston. Le tuviste miedo a mi poder y no a Hitler!” a lo que responde “¡claro que no. Lo que pasa es que tú no puedes ver algo grande que funcione porque lo expropias!”. Muchas diferencias pueden ser solo circunstanciales o no, y construir una mayoría es posible cuando te acercas a quienes adversaron tus posiciones (como hizo Winston para ganar la siguiente elección) y la posibilidad de triunfo se aleja cuando en cada episodio dejas el camino sembrado de enemigos en vez de puentes para futuras alianzas. Rafael Caldera y Jóvito Villalba fueron arietes para derrocar a Rómulo Gallegos en 1948. Y contra todo espíritu de venganza, Rómulo Betancourt los hizo aliados e incorporó en 1958 al gobierno del Pacto de Puntofijo. La política democrática puede parecer un teatro en que los políticos se combaten y luego van a almorzar juntos, lo que la moralidad doméstica o antipolítica no entiende y detesta. Los grandes líderes suelen ir contra la corriente.
Lenin llega a la estación Finlandia de San Petesburgo procedente de su exilio en Zúrich el 16 de abril de 2017. En el largo trayecto, sus cavilaciones lo llevan a cuestionar la teoría de Marx y credo ortodoxo bolchevique: que la revolución debía cubrir una etapa de desarrollo democrático. Se había convencido, al contrario, de implantar inmediatamente la dictadura del proletariado en Rusia. La renuncia del zar había creado un clima de euforia democrática, algo como el “espíritu del 23 de enero” de 1958, pero Lenin no teme quedarse solo, desafía con toda su fuerza el ambiente con las Tesis de abril, anuncia que hay que hacer la revolución y derroca al gobierno democrático de Kerensky siete meses después. 23 años de derrotas en Venezuela deberían haber servido para un cambio de paradigma en la manera de enfrentar al PSUV y abandonar, las “seudoconcresiones” llamadas así por Karel Kosik. Lo fundamental del paradigma fracasado es “el gran rechazo” marcusiano al “sistema”, “el régimen”, que plantea, a costo de excomunión, abandonar cualquier espacio establecido por su índole “corruptora”.
Esta filosofía hippie, de la Nueva Izquierda, el mayo francés, el movimiento estudiantil, se asqueaba de la política, el voto, los sindicatos, los partidos, el aparato “ideológico” educativo, las elecciones, los mass media, la familia, la heterosexualidad “convencional”, la belleza comercializada, la industria cultural, la Iglesia, las tradiciones, el lenguaje “ideologizado” y un etcétera interminable, (que hoy regresa como actitud progresista en el tono despectivo y ridículo, de superioridad que asume Podemos, sin autoridad moral, contra “la casta”) En Venezuela a la oposición no se le ocurrió más que asumir el gran asco de derecha, resumido en la doctrina Tarre: abstención electoral, tono de inquisidores, intransigencia irracional frente al diálogo, ruptura de conexiones con el adversario, rechazo al CNE, a los partidos “colaboracionistas, apoyo a una invasión extranjera y a “sanciones”, para asfixiar un cambio de rumbo económico en beneficio de la mayoría. Las dos ultras se encuentran en este punto.
“Mientras peor mejor”, es una visión primate, superficial, economicista, que manejaron los comunistas, “agudizar las contradicciones”. Lo contrario al “gran rechazo” es la normalización, luchar por recuperar plenamente la institucionalidad, romper con los suicidios cortoplacistas. Creen que cualquier cosa que empeore la situación social perjudica al gobierno, pero es exactamente al revés y es demencia apostar a la cubanización, en vez de contribuir a alejarla. Se requiere un hueco negro neuronal para creer en un desvarío tan atroz e inhumano. La conclusión es tajante: la economía por sí sola no quita ni pone gobiernos, lo hace la capacidad política como lo demuestran estas dos décadas, a menos que suene la flauta, que no es fácil. Cuando se produjo la horrenda matazón del intento de derrocar al gobierno lanzando a las calles premeditadamente muchachos, unos años atrás, aquel pequeño Eisenhower nos dejó la frase inolvidable digna de la invasión a Normandía: “en toda confrontación hay bajas” aunque que no eran marines armados hasta las cejas, sino niños con escudos de cartón. Se necesitó una incapacidad extrema para la cadena de errores de 2016 en adelante.
Nuestro Ike salía hace poco al exterior a “convencer” de que no suspendieran sanciones para no ayudar a Maduro”, es decir, para reventar más de miseria a los venezolanos. Ambas frases, aunque con años de separación, definen a quienes han dirigido la oposición. Alguien debía explicarles que la política es una prueba de inteligencia y más ahora en el “nuevo orden mundial”, porque el planeta se distribuye en parcelas, bloques nacionales sin hegemonías claras y cada régimen político será más autónomo. En los BRICS, por ejemplo, solo hay dos países democráticos y ya no se pide esa credencial porque las nuevas alianzas son económicas y pragmáticas, no ideológicas. Venezuela y Rusia demuestran que incluso la primera potencia mundial no puede imponer su voluntad, ni siquiera en Nicaragua. Ortega implanta una dictadura casi en la frontera norteamericana, sin precedentes despoja ciudadanos de su nacionalidad, suprime candidatos presidenciales y encarcela representantes de la Iglesia. Es decir, hace lo que le da la gana y nadie lo puede impedir. EE.UU debería sopesar muy cuidadosamente eso para no dar pasos en falso en sus decisiones sobre Venezuela.