Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Los regímenes tiránicos se sustentan sobre el terror, la crueldad y la opresión con el premeditado propósito de mantenerse a toda costa en el poder, para lo cual tienen que someter la protesta hasta doblegarla y transmutarla en servilismo. Pero los siervos siguen pensando, y quienes piensan se convierten en potenciales enemigos de sus intereses. De manera que, cuando una determinada sociedad es arrastrada hasta la condición de servidumbre, las tiranías tienen la necesidad de arrojarla en los brazos de la idiotez. El idiota, por definición, es aquel que no se ocupa de los asuntos públicos sino sólo de sus mezquinos intereses. Por eso mismo, los latinos tradujeron del griego la expresión “idiota” por “ignorante”. Mientras mayor sea la ignorancia de los oprimidos más fácil será para los opresores permanecer indefinidamente en el poder. Y es por esa razón que las tiranías le temen tanto a los medios de comunicación y a los centros de enseñanza, especialmente a las universidades. Por lo cual se ven en la necesidad de controlar los primeros y de acabar con las últimas.
A mayor pobreza espiritual de un pueblo mayor será su sometimiento. Y el modo más efectivo de someter su espíritu y empobrecerlo es a través del lenguaje. Porque el lenguaje no es, como se supone, un mero instrumento, una simple herramienta de comunicación. El lenguaje es, en realidad, mucho más que un mecanismo comunicativo externo. El lenguaje es el espíritu existente de un pueblo, su ser-ahí, su cultura, su forma de ser, de pensar y de actuar, la conciencia y el sistema de sus representaciones. Es la potencia en la que el espíritu realiza la experiencia de su propia consumación como espíritu. Si se empobrece el lenguaje se empobrece el espíritu y se enriquece la idiotez de quienes, en el mayor y más desgarrador punto de la multiplicidad orgánica de la sociedad, son capaces de autoproclamarse como quienes “tamos unidos”. Las tiranías terminan imponiendo su lenguaje raquítico, auténticamente escuálido, palúdico, y, con él, su miserable modo de percibir el mundo.
Como podrá observarse, el lenguaje no es sólo forma, sino también contenido. Porque quien es capaz de asumirse como el prius unitario de una totalidad entera, siendo apenas una pequeñísima parte de la concreta totalidad del ser social, pone de manifiesto su servil adecuación con la cultura de la miseria auspiciada y propiciada por una determinada tiranía. Y es que, a pesar del saludable beneficio de la duda –que en tales casos es conveniente mantener–, resulta inocultable el hecho de que el siervo ha terminado no sólo por asumir el lenguaje que le es grato a su señor –el tirano–, sino que con ello ha terminado por reconocerlo, precisamente, como su señor. Lo cual los hace, en la práctica, doblemente sospechosos. Nombrar implica reconocer. Ora et labora, dice Hegel, siguiendo las Escrituras. Dar nombre a las cosas comporta en sí mismo un hacer, un ejercer la acción. Por eso mismo, el lenguaje es, de suyo, acto. Sólo se puede reconocer al amo cuando se ha asumido el lenguaje del amo, cuando se le imita –o en el peor de los casos, se le remeda–, es decir, cuando se ha objetivado su lógica y se ha actuado según sus criterios, necesidades y determinaciones.
Sin lenguaje no hay modo de que se produzca reconocimiento, aunque tal reconocimiento no sea recíproco, es decir, correlativo, justo, sino unilateral, tal como sucede en sociedades sometidas a relaciones de dominio y vasallaje. Porque sin lenguaje no puede haber traspaso, ni del yo al otro ni del otro al nosotros. En consecuencia, sin lenguaje no hay ethos, no hay civilidad. Y a medida que el intercambio es más rico, más amplio y mejor elaborado, la formación social se constituye sobre relaciones sociales más sólidas, más consistentes, estables y ricas. En ese tipo de sociedades lo que se hace coincide con lo que se dice, la producción material se adecúa con la producción espiritual y la sociedad civil con la sociedad política. Son esos los pueblos libres. Todo lo contrario de los pueblos en los que impera la violencia, la injusticia y el enfrentamiento de todos contra todos. En sociedades marcadas por el menester y la impotencia, por la carencia y la lucha por la sobrevivencia, el lenguaje se empobrece cada vez más, sus signos y sus símbolos nada dicen, están marcados por el no reconocimiento. Son formas vaciadas de contenido, en las cuales las relaciones sociales que se establecen están limitadas por las necesidades básicas, primarias, instintivas, por el apetito, la pulsión y el deseo. La confrontación excede los límites de la más mínima cortesía. Los extremos se confunden, se truecan incesantemente. Al final, la vida salvaje reina a sus anchas y la muerte acecha a cada paso. Es la vuelta a la barbarie, propia del estado de naturaleza. El lenguaje se achica, se va haciendo cada vez más limitado, más tosco, más pobre, hasta que se extingue y calla. Ahora todo se reduce a los gritos de un silencio estremecedor, en el que sólo pueden hablar los odios, los golpes, los puñales, las pistolas y las metralletas. Y es así como el silencio –la ausencia de lenguaje– se confunde con el miedo.
Las heridas que han causado el desgarramiento se profundizan. Los días y las horas se cuentan entre esperanzas y temores. Son heridas hondas, y más que de una lucha por la sobrevivencia, se trata de una lucha a muerte. Los secuestradores no han dejado resquicio a los secuestrados y ya casi les resulta imposible respirar. El odio se torna contra el sí mismo desigual en sí mismo. Un odio que se mira en su propio reflejo purulento, que se percibe abyecto y vil, útil sólo para el otro que lo rodea, lo tortura lo hace morder el polvo de sus vergüenzas, de su mancillada dignidad, en medio del arrebato y la ganga, de la caja de sobras, de la línea muerta, del dinero inútil, de la remesa que no alcanza, del muchacho que se va, de la doña que muere por desidia, de la casa sin luz y sin agua, de la miseria que se hace lenguaje y del lenguaje que se hace miseria. El que exhibe su poder sabe de su vileza de origen, una vileza que compra para satisfacer el ego de su alma en ruinas, objeto insaciable de su prostitución. No habla ya, no dice, no puede pensar. No es más que un despojo que balbucea el lenguaje de los rufianes, el código de lo predecible, el extraño y hueco ideograma que nada es y nada dice. Son esos los caracteres generales de un tiempo en bucle, las ruinas circulares de la decadencia que ahora toca reconstruir. Porque una vez que se termine este tiempo de salvaje impiedad, después del estallido del bar-bar de las ranas, cuando se apague el humo de la pira y exhalen sus últimos quejidos los victimarios, reaparecerá, otra vez, el lenguaje, sustituyendo la secta criminal por el debate de ideas y valores, la guerra por la política y la violencia por la palabra.
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