Publicado en: Polítika UCAB
Por: Miguel Ángel Martínez Meucci
Los fenómenos políticos no son estáticos, sino que están marcados por el cambio constante. En lo que a regímenes políticos respecta, éstos mutan y dan origen a dinámicas que, con el paso del tiempo, propician la sustitución de unos por otros. La democracia no es una excepción. Hemos llegado a 2018 y los estudiosos del tema en el plano internacional parecen cada vez más preocupados por la suerte de las actuales democracias, las cuales a veces corren el riesgo de dar paso a regímenes autocráticos. Casos insólitos como el de la Venezuela actual contribuyen a recordar que, por más sólidas y prósperas que puedan parecer, las democracias contemporáneas no son invulnerables ni eternas.
Como todas las cosas vivas, las democracias también sucumben. La tradición del pensamiento político occidental nos enseña que éstas suelen perecer a manos de los demagogos que surgen de sus propias entrañas, al amparo de las libertades que tales regímenes pregonan y garantizan. La explicación nos resulta dolorosamente familiar y comprensible a los venezolanos de nuestro tiempo. No obstante, y a pesar de todo, la idea de que la naturaleza de los fenómenos políticos es cambiante parece seguir siendo increíblemente esquiva para muchos, quizá demasiados, entre quienes enfrentan al régimen que hoy preside Maduro.
Una de las cosas que ha complicado la caracterización del chavismo como régimen político ha sido, precisamente, la naturaleza cambiante que exhibe a lo largo del tiempo. La incredulidad y la falta de reflejos han pesado como una losa sobre quienes a menudo han tenido la responsabilidad política e histórica de comprender este régimen y, especialmente, de detenerlo. Si en un principio (en la década de los 90) no se reconocieron los graves peligros que entrañaba el movimiento liderado por Hugo Chávez, con éste en el poder se prolongaría entre muchos demócratas una actitud por la cual sistemáticamente se le negó a dicho movimiento la capacidad destructiva que finalmente ha demostrado, por sí mismo y en la figura de su sucesor Maduro.
Esta incapacidad para detener a los enemigos radicales de la democracia no se ha presentado únicamente ante el chavismo. Por poner un ejemplo, el ascenso de Hitler al poder revistió hechos y condiciones sorprendentemente similares. Hitler, al igual que Chávez, dio un golpe de estado frustrado, se vio liberado de condenas por parte de los organismos de justicia, llegó al poder a través de mecanismos democráticos, se invistió de poderes excepcionales mediante leyes habilitantes y revistió de un aura de legalidad sus aberrantes políticas de control absoluto. La sana y comprensible intención de sus adversarios democráticos de evitar el escalamiento del conflicto terminó resultando contraproducente cuando el agresor, luego de avanzar con pequeños pero audaces pasos, terminó por revelarse como una amenaza existencial a la democracia, al orden constitucional, al orden internacional y a la propia vida tanto de sus adversarios como de sus seguidores.
Por lo visto, las amenazas más radicales a la democracia no irrumpen súbitamente, no emergen por sorpresa desde las oscuridades, sino que proceden lenta e insidiosamente, con el apoyo de multitudes y a plena luz del día. El propio carácter abierto, tolerante y garantista de la democracia parece generar escasos anticuerpos ante semejantes amenazas y complicar su reacción ante las mismas, reacción que por lo general experimenta un rezago, respondiendo a las condiciones de una fase anterior en vez de anticiparse a las que probablemente se plantearán en el futuro cercano. A su vez, los regímenes que destruyen la democracia a través de mecanismos “democráticos” se caracterizan a menudo por su tendencia a ir mutando en la medida en que avanzan hacia situaciones de mayor control autocrático.
Uno de los factores que posibilita el carácter cambiante de este tipo de regímenes es la falta de escrúpulos de sus dirigentes. A menos escrúpulos, menos reparos para asumir posiciones audaces y peligrosas, a menudo impensables para sus adversarios. Éstos, por su parte, se afanan en emplear el lenguaje y la lógica de la democracia, convencidos de su superioridad moral y del valor de la palabra, sin considerar que el habla de los autócratas (especialmente de los totalitarios) disocia por completo la relación entre palabra y referente real, por no decir que mienten a placer y reprimen sin ambages. Es precisamente esta incredulidad ajena lo que facilita el continuo avance de los enemigos de la democracia, la sucesión de trampas y celadas que plantean, el ejercicio constante del engaño en la acción política. El demócrata biempensante termina cazado en su propio juego, maniatado y estupefacto, sin comprender cómo ni cuándo fue posible que sus adversarios le despojaran de la conducción democrática del poder, y a veces, incluso, acomplejado por no haber logrado concertar la voluntad mayoritaria de la población para hacer frente a la amenaza radical.
Desde mi punto de vista, todo lo anterior debería haberse tomado en cuenta durante los últimos 30 años en Venezuela, especialmente por parte del liderazgo democrático de la nación. Hoy en día probablemente sea demasiado tarde para evitar la tragedia, pues ésta ya se ha consumado en buena medida. La leche ya ha sido derramada, no es factible recogerla, y el reto va dejando de ser el de la conservación y el resguardo de lo conocido para pasar a consistir en la necesidad urgente de la victoria que posibilite el cambio y la reconstrucción de la nación, desde la comprensión de que algo nuevo sólo podrá gestarse mediante la capacidad de superar los antiguos vicios que hicieron factible la debacle.
Al día de hoy, en enero de 2018, es preciso que los demócratas podamos comprender a cabalidad las verdaderas dimensiones de la tragedia. A tono con una idea que hemos manejado durante los últimos años, hemos de entender lo que significa el riesgo de “africanización” de Venezuela. Nuestro país va consolidando su perfil de estado al mismo tiempo fallido y forajido, una sociedad manejada por una red de organizaciones que actúan a medio camino entre la política y el crimen, que ocupan, fracturan e instrumentalizan el Estado, que disuelven las bases de la convivencia pacífica y el valor del trabajo, que saquean los recursos del territorio, expoliando a la nación y obligando a sus habitantes a escoger entre el sometimiento atroz o el exilio forzado. Venezuela puede convertirse en un país inviable, incapaz de gobernarse a sí mismo, en cuestión de unos cuantos meses.
Por lo tanto, a la hora de intentar diálogos y negociaciones con estos adversarios, los demócratas de nuestro país y del mundo no han de perder de vista la verdadera catadura de éstos. Eso significa entender que no es precisamente factible ni realista pensar en la posibilidad de una salida negociada a la actual crisis, pues se trata de individuos que han demostrado ser completamente indiferentes ante la suerte de millones y millones de venezolanos, mientras son capaces de profundizar la opresión a niveles insólitos. Significa también aceptar el hecho de que el chavismo ha demostrado habilidad para ganar tiempo mediante negociaciones estériles, así como el hecho de que el tiempo no está a favor de los demócratas. En la medida en que pasa el tiempo no sólo muere, se desnutre o emigra la mayor parte de los venezolanos; no sólo se deshace el tejido institucional, social y económico del país; no sólo perfecciona el régimen sus mecanismos de control autocrático sobre la población; no sólo pierde credibilidad y margen de maniobra el liderazgo opositor, sino que, además, varios de los gobiernos que conforman el actual Grupo de Lima (principal anillo de presión democrática sobre el régimen de Maduro) podrían verse sustituidos en 2018 por otros menos afectos a la causa de la democracia en Venezuela.
En cuanto a las próximas y eventuales elecciones, no puede soslayarse el hecho de que para quien es capaz de doblegar por hambre a millones de personas la decisión de robarse una elección más no representa ningún dilema. Numerosos políticos y analistas han esgrimido buenas razones de fondo para competir en tales elecciones, pero por lo general en tales análisis el factor tiempo es considerado como favorable para la oposición, mientras que las consecuencias de asistir a un proceso comicial fraudulento, cuyos resultados probablemente serán falseados, tienden a ser soslayadas. El paso del régimen de Maduro de una condición de “autoritarismo competitivo” a una de “autoritarismo hegemónico”, señalado por múltiples analistas, conlleva precisamente el cierre de las oportunidades reales de propiciar cambios mediante el voto. En definitiva, sólo la perspectiva de una fuerza superior a ellos podrá forzarlos a negociar, y quizás ni eso.
Incluso la imperiosa necesidad de un cambio de régimen se va viendo afectada por las terribles urgencias que impone el atroz agravamiento de la crisis humanitaria: ya no se trata sólo de cambiar al régimen para impedir tragedias mayores y posibilitar alguna solución, sino también de atender de inmediato a una población que, en caso de seguirse unos meses más por el curso actual, experimentará una hambruna colosal, con escasos o ningún precedente en el continente americano.
De ahí que la posibilidad de una intervención foránea (ventilada en el reciente artículo de Ricardo Hausmann) no represente ningún disparate, sin que ello vaya en desmedro de la consideración de otras opciones. Podrá sostenerse, por supuesto, que la misma no es probable, factible o conveniente, pero ello no la convierte automáticamente en un escenario descartable o inconcebible. Asimismo, es necesario reconocer que el deslizamiento de la crisis hacia cotas cada vez más graves implica la inviabilidad de soluciones hasta ahora consideradas como factibles, así como la necesidad de respuestas hasta ahora tomadas por improcedentes o exageradas. No se trata del mismo modo la presencia de un tumor benigno, la aparición de unas células cancerígenas o la existencia de un cáncer en metástasis: a mayor gravedad de la enfermedad, más drástico tendrá que ser el tratamiento, si es que se decide realizar algún tratamiento.
Por otra parte, una revisión de los supuestos necesarios para la intervención foránea que contempla la doctrina vigente en Naciones Unidas de la “responsabilidad de proteger” permite comprobar que todos o la mayor parte de ellos (relacionados con la imposibilidad de un gobierno de proteger a su población, o con su abierta voluntad de someterla o exterminarla) se están haciendo patentes en el caso venezolano, por no hablar de los riesgos geopolíticos que una Venezuela fallida y forajida comporta para nuestros estados vecinos. Éstos ven con total claridad que el problema venezolano ya no es sólo el de una necesaria redemocratización, sino el de una terrible crisis humanitaria y el de una urgente recuperación de la estabilidad que, de acuerdo con las tendencias actuales, luce inaccesible para los propios venezolanos, salvo que sus propias fuerzas armadas decidan cambiar el rumbo.
En mi opinión, una negociación “de adentro hacia afuera” (un acuerdo entre régimen y oposición que luego sea validado por la comunidad internacional) es una absoluta quimera en estos tiempos. Sólo una negociación “de afuera hacia adentro” (acuerdos internacionales entre actores dispuestos a estabilizar a Venezuela, capaces de forzar algún tipo de acuerdo entre los actores internos) tendría en estos momentos la capacidad de rendir algún fruto, si bien somos plenamente conscientes de que tal posibilidad es sumamente difícil y compleja. No obstante, la demora en una respuesta de este tipo sólo parece augurar la necesidad de acciones aún más drásticas en un futuro no muy lejano, pues la crisis de Venezuela comienza a estallar como lo haría una reacción en cadena. Lamentablemente, sólo la consumación de una desgracia suele propiciar consensos en torno a lo que hubiera hecho falta hacer para evitarla; esperamos que para el caso venezolano no sea ya demasiado tarde.