Democracia del siglo XXI – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

En el plano de las ideologías, y especialmente de aquellas que han servido de soporte para las luchas políticas y sociales en lo que va de siglo, no puede negarse la importancia que, hasta la fecha, ha tenido el llamado “socialismo del siglo XXI”, cuya alambicada y viscosa caracterización tiene sus orígenes en un auténtico mestizaje de lugares comunes, de viejos y nuevos presupuestos –más de fe que de razón– que van desde la lectura descontextualizada y harto superficial de algunos textos de Bolívar, pasando por la más esclerótica y mistificada –orientalizada– de las interpretaciones del marxismo o por los anacronismos mágico-religiosos afro-caribeños, hasta la re-creación ilusoria de ciertas lecturas indigestas de los autores de la “posmodernidad”.

De la mezcla espesa y pegostosa, surge un misticismo militaritarista que convoca a la uniformización de la sociedad, al igualitarismo comunitarista “por abajo”, al encuentro con la “buen vivir” en la ignorancia, la pobreza, el temor y la muerte. La “multitud” sin rostro es reivindicada, acuartelada, obediente, firme, con “vista a la iz…”. Tales son sus valores: la verdad consiste en ser ignorante; la bondad en ser pobre; la belleza está en esa sensación continua de la proximidad de la muerte. En síntesis, Immer Wieder, “¡mueran los blancos!, ¡viva el rey!”.

La respuesta, más o menos instintiva, dada por los sectores dirigentes opositores –en su mayoría, profesionales del derecho o de la economía– se aferra a axiomas sin contexto o a ciertas convicciones presupuestas que da por hecho. Pero, además, presupone que el discurso de los sectores a los que se opone está cargado de sustentación conceptual. Si, pues, los “socialistas del siglo XXI” se autocalifican de socialistas es porque son socialistas. Si se hacen llamar “bolivarianos” es porque lo son. Si se autocalifican de “izquierda” y como “revolucionarios” es por que, sin lugar a dudas, son correligionarios de la izquierda y de la revolución.

De este modo, lo que define el propio perfil del opositor no está en él, no surge de él, de sus propias ideas y valores, sino en las de su adversario. Si el galáctico se define como “socialista”, entonces, quien asume la condición de opositor, se define, sin pensarlo mucho, como “capitalista”. Si aquel es “bolivariano”, este se califica de “paecista”; si el uno dice “revolución” el otro dice “antirrevolución”. Ding-dong, din-dong, dice una vieja canción sureña. El ser de izquierda define el ser de derecha. Dice Carlos Fuentes que la diferencia esencial entre liberales y conservadores en toda Latinoamérica consistió en que mientras los primeros asistían a misa de siete los segundos asistían a misa de ocho. Cuando el uno determina los colores de la bandera del otro, tanto el uno como el otro se condenan recíprocamente. Calificar al otro de “escuálido” y que el otro, sin serlo, lo asuma con orgullo es una manifiesta demostración de insustancialidad conceptual. El lenguaje es, en sí, conciencia práctica, y, como la conciencia, nace de la necesidad. Desde el momento mismo en que aparece, el lenguaje porta consigo una tara: la de estar determinado por la realidad.

Todo término de oposición requiere sustentarse sobre sus propios fundamentos, si es que se propone seria y responsablemente asumir la creación de un nuevo estado de cosas, de una nueva sociedad. Tiene que concretar su voluntad y generar un nuevo logos, muy por encima del jurismo interpretado como mera “ley”, abstracta y positiva, o de la simplísima ratio tecnica del economicismo tout court. Tiene la necesidad de construir, antes de llegar a ser poder material, una nueva Weltanshauung, nuevas ideas y valores, toda una auténtica reforma moral e intelectual, profunda y con firmes fundamentos históricos y culturales. En fin, tiene que dejar de repetirse a sí misma frases sin contenido, sin ningún significado efectivo, simples eslóganes publicitarios, o sea, crasas idioteces, como aquella según la cual “el tiempo de Dios es perfecto”. Una frase, como se comprenderá, que no aguanta el más modesto de los análisis onto-históricos.

Un Estado de malandritud tiene que exaltar una estética malandra. Obviamente, toda estética malandra se sustenta en valores y representaciones malandras, como es el caso del reguetón, en el que la idea de amor se confunde con la de violencia y muerte, y cuyo ritmo marcial es representaivo de una circularidad viciosa, decadente, propia del tertium datur sexual. Solo que dicha estética –y con ella, su lógica y su ética– no solo es plenamente compartida por los secuaces del “socialismo del siglo XXI”, sino también por aquellos que se autodefinen opositores. Cuando el objetivo de un funcionario público no es otro que el enriquecimiento o la vanidad, ¿se estará en la “izquierda” o en la “derecha”? El Estado no es un ente aparte, un andamiaje separado y ajeno a los ciudadanos. Tal vez no lo sepa, pero el funcionario que se roba los recursos del Estado comete la torpeza de robarse a sí mismo, condenando el bienestar de su pueblo y, por ende, tanto el de sus padres como el de sus hijos.

Una nueva sociedad requiere de la construcción de un nuevo proyecto de país, de un nuevo Estado, de una nueva nación, a la luz de la reconstrucción de la historia de su ser social, de lo que ha sido para poder llegar a ser. Para ello, es necesario sustentar sus bases sobre una nueva concepción del mundo y de la historia, lo suficientemente representativa de lo que su libre voluntad necesita ser, no de lo que debería ser, pues no se trata de la pre-fabricación de un recetario de normas relativas a un ideal inalcanzable, inexistente y falso. El problema no está en definir nominalmente “misiones” y “visiones” formales que nada tienen que hacer con la realidad efectiva. Los buenos deseos llevan sobre las sienes laureles de hojas secas que jamás reverdecen. El cemento con el cual se construyó el empedrado del Infierno está hecho de puro “deber ser”. El “socialismo del siglo XXI” ni es socialismo ni pertenece al siglo XXI. Quizá haya sido un intento, un “deber ser”, que terminó destruyendo el país. Hora de concrecimientos. La “democracia del siglo XXI” no es un algo “natural”: es una conquista. Por eso mismo, tiene la obligación de superar –conservando– el mero querer, transformando la libre voluntad en nuevo Ethos, en robusto espíritu de pueblo.

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