Publicado en: El Universal
“Me siento huérfano de representación… quiero a alguien a quien pueda aplaudir, da igual si es de mi tribu o de mi bloque”. En entrevista concedida a Pablo Motos en 2021, el expresidente español Felipe González soltaba, entre otros muchos aguijonazos, que en política es normal “meter la pata”. Lo imperdonable, eso sí, “es no sacarla rápido». El retozo del sevillano no nos deja ilesos: pues si alguna cosa ha fallado en Venezuela es la agilidad para captar el error en curso y coronar con la feliz, creativa rectificación. Entre tirios y troyanos, paisanos y vecinos, las lochas han ido cayendo y con estruendo, es cierto; pero también con notable retraso. Cómo contener la propagación del daño, el agua derramada, es ahora el gran problema. La pérdida de fe del ciudadano en la política, por un lado; la incapacidad para impulsar dinámicas que permitan dotar a la sociedad de recursos para evitar su desintegración y auto-extrañamiento, por otro.
Como muestra de ese despabilarse a destiempo, Almagro admitía recientemente que haber puesto todas las energías en la salida de Maduro “transformó cada negociación en un juego de suma cero que terminaba siendo imposible”. Fue un objetivo no realista, dice, fruto de la subestimación del adversario; casi una verdad de Perogrullo a estas alturas. La solución implicaría entonces “la cohabitación”: un ejercicio de contrapesos que, negociación mediante, llevaría a compartir responsabilidades en el Ejecutivo.
Lo anterior podría arrancar un entusiasta “manos a la obra” si no fuese porque, fruto de esos errores que hoy zumban como moscardones amargos, la posición opositora luce tan disminuida que aspirar a anular la creciente asimetría se complica. En caso de que el diálogo asistido por Noruega se reanudase, la meta de llegar a un acuerdo con la mayor rentabilidad posible mediante la distinción de la Mejor Alternativa al Acuerdo Negociado, por ejemplo, supone recalcular la extensión del propio erial, lidiar con desventajas añadidas y reconocer la escasez de incentivos que persuadan al chavismo de compartir el poder.
Algunos miembros del tambaleante interinato avizoran incluso que el gobierno de Maduro se encamina a recuperar el control sobre activos externos, incluyendo Citgo, Monómeros y el oro en Inglaterra, “sin necesidad de recurrir a la mesa de diálogo” (en cuanto a Monómeros, Armando Benedetti, embajador de Colombia en Venezuela, ya anticipó un acuerdo oficial con Caracas, “un descuento del 38% de la urea y entre el 20% y 25% de los fertilizantes”). Asimismo, la corrección del colosal disparate que propició el cierre de la frontera con Colombia, reivindica una “normalización” que hasta ayer era demonizada. En tal contexto, la idea de crear estructuras de gobierno compartidas puede lucir muy sensata, pero poco atractiva para quien monopoliza la facultad de habilitarla.
El salto desde el locus de lo imposible al de lo probable exige ir más allá de la incompleta proclamación del “fin de la inocencia”. Esto es, eludir la tentación de echar mano a fórmulas archisabidas o atajar la compulsión del ensayo y error, para comprender que el cambio de estrategia pasa por cuestionar a fondo los prejuicios y sesgos que persisten en la base de los análisis. Lo cual de ningún modo significa renunciar a la negociación, naturalmente: en esa cancha habrá que mantenerse, cada vez que el juego lo permita. Pero el por ahora incierto retorno a la mesa lleva a tomar consciencia de un estado que necesita anclarse a la dinámica doméstica, atender a la adecuación de medios y fines. El logro tras la protesta de docentes por las desmejoras que impone ONAPRE, por ejemplo, indicaría que una presión relevante puede llevar a un gobierno en apariencia inconmovible a recalibrar costos y dar su brazo a torcer. Desautorizar a voceros que horas antes justificaban la poda salarial del “presidente obrero”, no fue entonces un problema. ¡Ah! Meter la pata pero sacarla a tiempo, como dice Felipe González, se vuelve un asunto de supervivencia.
Así, reorientar la estrategia, remontar el tiempo perdido -dispendio que se ha traducido en más éxodo, desintegración, privación de toda traza, desmantelamiento del aparato productivo, adelgazamiento del cuerpo social- invita a ejercitar el sentido común. Parte de esa tarea es librarse de excusas para la autoindulgencia. Y reconocer que las tragedias que labran los errores políticos no son menos tremendas cuando nacen de la “buena fe”. Si así fuese, cualquier sujeto escudado en su subjetividad podría aspirar a liderar multitudes, sin jamás verse obligado a responder por lanzarlas al abismo. La sustitución moralista -casi melodramática- del valor de la eficacia por el de la bondad, nos dejaría en manos de diletantes dispuestos a imponer su convicción a toda costa, desentendidos de cualquier cálculo de estragos… ¿acaso no nos bastaron los desafueros principistas de una revolución cuajada de “amor socialista, cristiano” (Chávez dixit), bellas intenciones y nefastos resultados?
Al tanto de cuán deletéreas y hondas han sido las meteduras de pata de nuestra clase política, recordemos que el destiempo sigue acumulando deudas. Con escenarios menos dados al pensamiento binario y simplificador, cada bloque, cada “tribu” verá cómo emprender sus revisiones sin salir mutilados en el intento. La plasticidad estratégica, saber responder antes del instante irreversible, no deja de ser en ese caso una cualidad fundamental, capaz de estimular la irrupción de “demócratas a su pesar” (así era conocido Jerry Rawlings, primero dictador, luego inopinado artífice de la democratización en Ghana). Invitaciones como la de la cohabitación perderían brillo si se embuten en el corsé de quienes aún se disputan el “lado correcto de la historia”.