Publicado en: El Universal
Sin haber presentado balances de la estrategia que concedió rol crítico a la abstención, o de aclarar cuál itinerario será el que sustituya al del fallido gobierno interino, la re-fundada Plataforma Unitaria Democrática (PUEDE, con añadido de “E” que quizás sortea el mustio pretérito) se suma al debate sobre la organización de primarias. Lo hace, por cierto, no sin ánimos de invocar algo de aquella auctoritas que entre 2010 y 2017 distinguió a la MUD, y que legitimaba su papel ductor a la hora de fijar reglas de coexistencia o privilegiar políticas que sirviesen de pauta a miembros de la alianza.
Aquella MUD ya no existe, es obvio. Tampoco la vocación por armar coaliciones “promiscuas” u orientadas por la necesidad de apelar a alguna suerte de “amnestia”, una política de perdón y olvido que borre límites entre “puros” e “impuros”. Pero con todo y el desgaste, eso no parece haber sido metabolizado a fondo. Aun así, y pese a la ausencia de planes que presten brújula a sus voceros u ofrezcan soluciones cuyo pragmatismo no se divorcie del ideario democrático, todo indica que elegir candidato para 2024 cautivará a una oposición tan endémicamente fragmentada, como diferenciada por sus enfoques y alcances.
Tras 23 años de flujos y reflujos, brincos que se alternan entre una visión disruptiva a otra de avances progresivos sin que haya criterio de continuidad ni concreción sostenible, la búsqueda de unidad a toda costa parece un ideal esquivo. Es duro trajinar con la evidencia, aunque se confíe en que habrá voluntad de conjurarla. Lo deseable sería la unidad amplia, plural, claro; pero, ¿es factible? Pregunta que toca plantearse a fin de no dilapidar lo que no abunda, el tiempo y los recursos siempre limitados; a fin de no anular a priori, además, a actores con potencial pero sin fuelle logístico. Pensar en primarias como tarea que dote de razón de ser a una oposición casi catatónica, sin memoria, perdida en sí misma y en sus contradicciones, puede ser una terapia aconsejable. No obstante, a merced de ese cuerpo político cruzado por heridas abiertas, ¿serán la vía más idónea y oportuna para conciliar lo que parece incompatible?
Es cierto que autores como Serra (2011), Kanthak y Morton, (2003), identifican ventajas asociadas a estos eventos. La posibilidad de legitimar doblemente al ganador (Colomer, 2002) y de poner en práctica mecanismos de transparencia democrática que garanticen la elección del “mejor”, por ejemplo. O de servir de ensayo para la organización y movilización del “selectorado”, una gimnasia que apunte a ensanchar la participación, de cara al futuro. Podrían brindar oportunidad de corregir el estancamiento asociado a la falta de deliberación o las disonancias intra-partido, haciendo que estas afloren en campaña y se diriman públicamente; lo que, además, nutriría la agenda mediática.
Sin embargo, no poder operar en un sistema que garantice una competencia genuina (¿hay indicios de que eso cambie en 2024?), seguir castigados por el sectarismo, la desconfianza hacia los partidos y la desinstitucionalización, lleva a poner la lupa en el envés de esta operación. Una primaria abierta -destinada acá a elegir no al representante de un partido, sino el de un pacto de transformación profunda para restablecer la democracia- aumenta el riesgo de personalización de la política (Rahat, 2009). Esto es, la tendencia a favorecer el nombre, la popularidad, el efectismo y no la idea, la propuesta programática o el perfil necesario. Ese vacío que persistiría, cuando más urge evitarlo.
Asimismo, la asimetría entre organizaciones con más y menos recursos, maquinaria y financiamiento, lejos de disiparse, se agudiza, en detrimento de aspirantes valiosos pero marginales, carentes de tal sostén. Con un nivel alto de participación en primarias, Colomer también ve más probable la elección de candidatos extremos, lo que alejaría al votante medio. Pero hay un peligro mayor, dado nuestro historial de “fuego amigo” y afición por la ruptura: lejos de contribuir a la cohesión, las primarias podrían incrementar el faccionalismo y la rivalidad interna (Altman, 2012). El fantasma de coaliciones debilitadas de antemano conspira contra la estabilidad.
Con costos tan altos, ¿qué opciones habría, mejores que las primarias? He allí el dilema. Tras el triunfo del “No”, en el Chile de 1988 se privilegió un camino que eludía la simplificación. Si bien en democracia la Concertación figura como la coalición con más experiencia en primarias (para 2012 ya había hecho 3 para presidenciales y una para escoger alcaldes), en tiempos extraordinarios no fue ese el método para postular al abanderado de la transición democrática. Patricio Aylwin, del Partido Demócrata Cristiano, se impuso en una negociación política al interior de la alianza formada por 17 organizaciones. Proceso arduo, muy complejo, pero cuya eficacia blindó el triunfo en 1989.
Aylwin debió medirse con Eduardo Frei, Gabriel Valdés y Andrés Zaldívar, de su propio partido; y con antiguos rivales ideológicos, Ricardo Lagos, del ala renovada del Partido Socialista y el PPD; Enrique Silva, del Partido Radical; Eugenio Velasco, del Partido Social Democracia; José Tomás Sáenz, por el Partido Humanista y Los Verdes, y Alejandro Hales, de “Independientes por el No”. Consciente del peso de tal decisión en la futura gobernabilidad, una oposición madura acordó apoyar a Aylwin, cuyo desempeño como «primus inter pares» en el marco del plebiscito reveló a un político hábil para integrar visiones y favorecer consensos. He allí la destreza relevante en este caso: la virtud de la “política invisible”, clave para apuntalar la democratización.