Del penoso influjo del liderazgo populista queda una pisada señera: ese fruto del afán por extraer del “pueblo” al que fetichiza las emociones más primarias. En el tránsito, esa misma gente que incluso con algún fogueo en las complejas lides de la ciudadanía democrática parece dejarse ganar por su antojadizo y demandante niño interior, se torna botín de una impía regresión; y en suerte de rapto tribal resuelve desprenderse de los “dolores” de la autonomía (nada sencillo cargar con las resultas del binomio libertad-responsabilidad, seguramente) para poner su destino en manos de quienes ofrecen alimentarlo, encargarse de él, protegerlo de la avidez del depredador, salvarlo del importuno acoso de la adultez política. Lo que pocos advierten en medio de la borrachera del asistencialismo o el embeleco de un nuevo Moisés, es que justo en esa involución el populista cifra sus esperanzas de afianzamiento y perpetuación.
Sí: el modelo de marras apuesta a la esclavitud de las emociones, los miedos, atavismos y rencores; demanda un pueblo devenido masa, eso que hasta cierto punto refleja un “salvajismo de nueva era” incapaz de procesar la tremenda idea de la libertad interior. Tremenda y temible, porque implica aceptar los saldos del paso del tiempo, desterrar el correazo de la pasión y conscientemente incorporar los límites de la libertad ajena para convivir civilizadamente en la Polis. El populismo, “una ideología del resentimiento contra el orden impuesto por una clase gobernante establecida (…) va en busca de una justicia sustancial y no le preocupa en absoluto las reglas o sistemas legales tradicionales”, recuerda Peter Worsley. En defensa del idealizado pasado, la lucha de esa “pureza” originaria opuesta a los “vicios” de la modernidad, se impone una nostalgia que nos devuelve al abrazo protector del padre, ese caudillo que nos susurra: “no hay necesidad de crecer, acá estaré para resolver lo que acontezca”. ¡Oh! Sublime engañifa, sin duda.
(No en vano el escritor Francesco Cataluccio asocia la inmadurez, el infantilismo, el culto al “maltratado niño-que-hay-en-nosotros”, con los totalitarismos.)
Por eso no extraña que, aún en régimen de libertades, sean las crisis las que aliñen el caldo de cultivo de este tipo de liderazgos. La democracia -siempre imperfecta, siempre en construcción- puede resultar en magnífica alegoría de los retos del crecimiento: o predice evolución, cuando la sociedad asume que en pro del “nosotros” la salida sensata es la de dirimir desacuerdos en el ámbito público y lograr consensos; o acaba en pathos, en sentencia de caducidad y muerte, cuando en medio del caos emerge quien valiéndose de los mismos recursos que aporta esa democracia, atiza las candelas del despecho para liquidarla. Así surgió Chávez en un país curtido en los hábitos de la rutina republicana, en apariencia inmune ya a la tentación dictatorial (pasó también en una Alemania devota de Goethe y Beethoven, “la más culta de las naciones europeas”, embobada por el tosco Führer tras la inestabilidad de Weimar; y otro tanto ensaya el marxismo pedestre de Podemos en la “humillada” Cataluña); una Venezuela que herida por la frustración y la desconfianza, optó por renegar de su ethos y mudarse al solar del intoxicante “orgullo patrio”.
El conflicto con el que lidiamos, ahora a merced de la autocracia, enciende alarmas frente a otro ficticio dilema: votar o no. Los apóstoles de la antipolítica, maestres del falso cambio y la abstención, no dejarán de estrujar el instante para sacar jugo a la memoria del agravio (abundan nuevos rencores prestos a abultar el talego), para dislocar toda vía hacia el entendimiento, hincar el dedo en la llaga, escarbar y reabrir las que sanan a duras penas; para negar perdones incluso al aliado, aferrados a esa ofuscada expresión de malcriadez adolescente que, siempre a deshora, impide adivinar el bosque tras el árbol que colapsa la mira.
Como en la vida del individuo, crecer políticamente es tarea espinosa, exige talento para incorporar el valor de la diferencia, buena dosis de tolerancia ante el fracaso, habilidad para lidiar con el deseo y la pérdida; piel dura para volver en sí y recomenzar. Así como el razonamiento moral de un niño progresa desde una etapa egocéntrica e individualista, pasando por la elementalidad del gregarismo hasta rebasar el peldaño de una universalidad que, signada por el respeto a la dignidad ajena, captan los adultos evolucionados, las sociedades deberían registrar similar ascenso: eso que permite saltar de la invalidante heteronomía a la autonomía, asiento del ejercicio ciudadano.
“Estamos aquí para decir verdad/ Seamos reales/ Quiero exactitudes aterradoras”, apura el poeta Rafael Cadenas; los tiempos oscuros y su despiadada precisión nos ponen a prueba, nos invitan a madurar. Al margen de lo que un incontinente espíritu ansíe en lo inmediato, toca sacar lecciones de lo vivido: jamás el infantil paso al costado nos ha librado de culpas y responsabilidades. Todo lo contrario.