Don y Doña Hulk-Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

Los dictadores son especies tercermundistas que se reconocen por su mal olor

Más allá de verlo como pensamiento totalitario, Umberto Eco y algunosCarlos Raúl otros analizan el fascismo corriente, cotidiano. Cuando se rompen los diques institucionales, surgen movimientos que dan rienda suelta a bajas pasiones y las utilizan sistemáticamente en política contra aquellos que no comparten, no entienden o difieren de sus opiniones. Propio de crisis políticas, esta barbarie pueden ser palizas físicas, como las que suele ordenar el diputado Cabello, y verbales o morales al estilo de los opositrolles y tropas de Twitter entre otros. La intolerancia es una reacción química animal. Ante un estímulo que percibe adverso, el cerebro ordena adrenalina, contrae la musculatura, y el semblante se hace lívido porque la sangre abandona rostro y tórax y va a las extremidades para combatir o huir. Es difícil dudar que la enfermedad del ultraje sistemático fascista sea una de las negras herencias del Galáctico.

 Miles de años de desarrollo cultural y más de doscientos de democracia enseñaron a controlar bastante las pulsiones, convivir con ideas ajenas sin convertirse en Hulk, y superar la bioquímica mejor que un jabalí. La gente de poco roce con el debate civilizado, en una controversia apela de entrada a las trompadas físicas o morales. Asombroso espectáculo ver bufar con espumarajos en la boca, profesionales universitarios, figuras del deporte, damas educadas, una estrella de la escena o la cultura, por los que siempre la sociedad ha mostrado estima o simpatía. Schumpeter veía un contratiempo para la democracia cuando figuras prestigiosas en diversas áreas del hacer social, pero inexpertas en política, incidían en la opinión sobre esos temas. Para un ganador del Premio Nobel, eso garantizaba derrotas.

 Llanto de telenovela

 Creía que el recurso más corriente de quien carecía de los instrumentos intelectuales y la experiencia que requiere hacer sinapsis política, era el radicalismo, que sustituye los razonamientos por chorros de emoción, moralina o sentimentalismo. Y por el reverso, es tan laborioso controlar el estrés y la respuesta agresiva, como lo contrario, los impulsos eróticos que dilatan las pupilas, relajan los músculos y concentran la sangre en otras partes del cuerpo ante personas o situaciones que agradan. Cuentan que Burt Lancaster tuvo que repetir por varios días una escena en traje de baño con Ava Gardner, incapaz de atenuar las visibles manifestaciones de entusiasmo que ella le producía, pero él jamás saltaría sobre esa señora, para escándalo universal. Operaba la civilización.

 Con Locke y Voltaire el concepto de tolerancia nace a la política, paradójicamente a partir de violencia idéntica desatada por dos religiones rivales. La iglesia Anglicana embiste en 1670 contra las disidencias, con asesinatos, torturas, quemas de libros. A monjas acusadas de herejes les daban de comer anchoas en el calabozo y luego les negaban agua. La reacción de Locke fue desafiante y heroica: publica Carta sobre la Tolerancia donde fundamenta filosóficamente el libre albedrío, la libertad de conciencia y la necesidad de que la autoridad acepte la existencia de diversas concepciones religiosas. De otro lado de la talanquera religiosa y geográfica, en Francia católica décadas después, Voltaire reacciona con el mismo coraje: la frase «no estoy de acuerdo con tu opinión pero sí dispuesto a morir por tu derecho a expresarla» aun siendo apócrifa, contiene la substancia de su obra y de su vida.

 Toleras o te vas

 Indignado por el vil proceso contra Jean Calas, un honorable comerciante calumniado y ahorcado por los católicos por protestante, escribe su valiente Ensayo sobre la Tolerancia. La esencia de ambas obras es la misma. El poder debe «consentir», «tolerar», «condescender», las opiniones disidentes. La sociedad contemporánea transformó la tolerancia, el «buen talante» y lo convirtió en la obligación de las instituciones democráticas que tanto odian los radicales. Se transforma en huesos y sangre del Estado de Derecho. Cuando una sociedad está regida por la separación de poderes que frena la tiranía, la tolerancia pasa a ser una virtud privada y no política. En Dinamarca o Canadá a los ciudadanos les importa muy poco si el Presidente tiene mal carácter, si al Gobierno le gustan o no sus opiniones, sus costumbres sexuales, sus credos religiosos o al negocio a que se dediquen para ganarse la vida. Si se pone «intolerante», peor para él.

 Nadie más vigilado que el mandatario de una nación libre y tiene que cuidarse más bien de la factura electoral o, en casos extremos, del impeachment. Los dictadores son especies tercermundistas que se reconocen por su mal olor. Donde hay uno, las cosas son al revés. Allí los cuasi-ciudadanos, meros habitantes, accidentes demográficos sin derechos, deben vivir aterrados porque al energúmeno que gobierna no se le ocurra ocupar propiedades, insultar por televisión, mandar alguien a la cárcel contra la Ley, o lanzar tropas de asalto dirigidas por perdedores desquiciados. Los cuasi-ciudadanos trémulos, agradecen que sea «tolerante», permita «un poco» de libertad de expresión y reconforta que no asesine gente, que no haya «mucha» represión, que no se torture indiscriminadamente, todo como si se estuviera ante Robespierre.

@carlosraulher

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