Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
El período histórico que apenas se inicia con el nuevo siglo pareciera estar signado por los caracteres esenciales de una nueva -otra- barbarie ritornata, según la definición dada por Vico en la Scienza Nuova. Se trata, una vez más, de un costoso guiño, una trastada, uno de esos giros imprevistos que, no sin ironía, suele dar esa sierpe que controla el “curso que siguen las naciones” mientras desalienta el “derecho de las gentes”: es la propia humanidad, en medio de su poco claro -siempre sinuoso y caracoleante- destino. Por lo pronto, en plena edad de ‘globalización’, paradójicamente he aquí, una vez más, los fanatismos de todo signo, las cruzadas fundamentalistas en nombre de Dios, la multiplicación de los ghettos, las hogueras encendidas contra los herejes impenitentes, el apedreamiento de “impíos” y “blasfemos”, la indigna hechicería, las hordas esteparias sobre las urbes, la plaga del provincianismo regionalista, la camorra y la mafia ancestrales a la caza de sus reclutas de siempre, los fámulos. Terror, superstición, odio, venganza, ira, ocultos o simuladas tras las más alambicadas representaciones del antifaz teológico-político. El más avanzado desarrollo tecnológico conquistado hasta la fecha al servicio de las taras dejadas a su paso por la barbarie intolerante, siempre ignorante. La historia ni va en linea recta -de menos a más- ni gira en un indetenible círculo vicioso. La historia serpentea, deambula es espirales infinitos. Cursa y re-cursa, avanza y retrocede. Vico definía el medioevo como la seconda barbarie. Acaso, ¿Será posible definir el presente como el arribo de la terza?
El Tratado teológico-político de Spinoza inicia su prefacio con estas expresiones que hoy resultan premonitorias: “Si los hombres pudieran conducir todos sus asuntos según un criterio firme, o si la fortuna les fuera siempre favorable, nunca serían víctimas de la superstición. Pero como la urgencia de las circunstancias les impide muchas veces emitir opinión alguna y como su ansia desmedida de los bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar, de forma lamentable y casi sin cesar, entre la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestran sumamente propensos a creer cualquier cosa. Mientras dudan, el menor impulso les lleva de un lado para otro, sobre todo cuando están obsesionados por la esperanza y el miedo; por el contrario, cuando confían en sí mismos, son jactanciosos y engreídos”. En todo caso, y como ya lo hicieran antes, en un pasado cada vez más cercano que remoto, víctimas de las supersticiones y los extremismos, “forjan ficciones sin fin e interpretan la naturaleza -lo que también incluye a la historia, al Estado y a la entera sociedad- bajo las formas más sorprendentes, cual si toda ella fuera cómplice de sus delirios”.
La contemporaneidad pareciera asistir al quiebre, a la bancarrota de las ideas y valores que forjaron las bases de la llamada modernidad, conducida de las manos del neopopulismo socialista, de un lado, y del neoliberalismo economicista, del otro. Es posible ofrendar la vida por la libertad de un país, pero ¿será posible hacerlo por el “fluido de caja” en el tomacorriente de los “enchufados” a una organización gansteril? ¿Se le podrán brindar honores en el Panteón Nacional al portador del “carnet de la patria” o al “consumidor desconocido”? El Estado-nación, cuya dinámica gira en torno a las exigencias ciudadanas, parece haber sido sustituído por el consumismo ciego y el rentismo vacío. Frente al discurso, o como suelen decir en la actualidad quienes pretenden abrogarse un cierto aire de exquis élite, la “narrativa” según la cual la llamada posmodernidad ha dejado en el pasado las ideas y valores de la era moderna, no pasa de ser eso: una narrativa. Y convendría pensar si la pomposa superación anunciada no es, más bien, una vuelta a las peores experiencias del feudalismo. De hecho, si el empirismo neopositivista y la teología nihilista representan un paso atrás respecto de la apercepción trascendental de Kant -y por lo menos diez respecto de la negación determinada de Hegel-, el neoliberalismo economicista y el neopopulismo socialista representan un retroceso respecto del liberalismo clásico de Kant y de la idea republicana (Sittlickkeit) de Hegel. El pasaje de la civilización a la barbarie.
La presuposición de la existencia de una sociedad de libre mercado “natural” y “pura”, sin regulaciones ni controles, es tan ficticia como la de su término extremo -opuesto e idéntico-: la de la existencia de un presunto “buen salvaje”. No existen ni individuos ni instituciones fuera de la historia. Ni existe “el individuo privado” o “el hombre” más que como abstracciones. Los que sí existen son los hombres, de carne y sangre, en la historia. Lo que no comprenden los promotores de la nueva barbarie, polarmente situados en un extremo o en el otro, es que ella -la barbarie- solo sirve para salir de ella. En realidad, la no existencia de límites legales en el terreno económico se traduce en la no existencia de límites morales en el terreno social. Todo vale y nada vale. Pero son estas las premisas necesarias para la construcción de estructuras gansteriles, en nombre de uno o de otro “principio”, de una o de otra “verdad”.
Rómulo Gallegos, autor de Doña Bárbara, ha sido calificado por algunos de sus exégetas como un exponente del positivismo de principios del siglo XX venezolano. Carlos Fuentes, en Valiente mundo nuevo, lo reivindica ante semejante desgracia. En efecto, a diferencia de Esteban Echeverría (La cautiva), de Domingo Sarmiento (Facundo) o, incluso, de José Hernández (Martín Fierro), Gallegos no concibe la barbarie como un datum natural, sino como el resultado de un proceso histórico, marcado por el miedo y la esperanza, es decir, por las dos caras de una misma moneda. El mismo personaje central, Santos Luzardo, proviene -es el resultado- del proceso civilizatorio hispanoamericano. Gallegos tampoco concibe la civilización como un término que se ubica por encima del otro término de la oposición -la barbarie-, sino que su papel consiste en su reconocimiento mediante la progresiva función civilizatoria, educativa, ética, de la barbarie. En fin, no toma partido por uno de los términos del conflicto, porque su función consiste en la comprensión de la necesidad de su recíproca compenetración. Y en esto el juicio -la objetivación-, el buen sentido, el respeto por el Estado de Derecho, tienen un papel central. La solución al conflicto no consiste en destruir uno de los términos -en este caso, una vez más, a la barbarie-, sino superarla y conservarla (Aufheben), transformarla en beneficio de una nación de ciudadanos libres. Quizá por eso, valga la pena recordar lo que dice Fuentes: “Padre nuestro que eres, Gallegos”.
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