Por: Jean Maninat
La grandeza de la democracia norteamericana, a pesar de sus claroscuros –disculpen, la salvedad anterior hay que hacerla como salvoconducto ante las guillotinas progresistas-, reside, en buena medida, en la figura del ciudadano que cumple con sus obligaciones a pesar de las coacciones de sus superiores, siguiendo un categórico imperativo kantiano acompañado de Ketchup con papas fritas.
Otras sociedades tienen ciudadanos con ese temple, esa disposición para seguir un mandato interior que los lleva a confrontar a los grandes, los poderosos, cuando avizoran un despropósito; pero ninguna otra ha hecho de eso un rasgo identitario, un valor cultural que la identifica en su bronca rebeldía individual, garantizada constitucionalmente. Ese jeffersoniano reflejo libertario ha quedado escrito por sus rebeldes en las carreteras y filmado por sus integrados en Hollywood.
El underdog gringo, el peleador por antonomasia, puede vestir de dandy como el arribista Gatsby de F. Scott Fitzgerald, o del bien intencionado senador idealista camino a Washington como el señor Smith de Frank Capra. Y, by all means, como todos los detectives privados y oficiales que desde Marlowe y sus invariables cócteles Gimlets, hasta Colombo y su Peugeot 403 descapotable, le han demostrado al mundo que, al final, el crimen no paga, ni para los acaudalados ni para los desprovistos.
El Dr. Anthony Stephen Fauci, Director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos de América, poco tiene que ver con cualquier personaje de una novela gótica que detona la tenue frontera entre el bien y el mal que delimita el alma humana. Es, salvo sorpresas, un investigador, un médico inmunólogo, y un administrador de éxito que ha acompañado a varias administraciones de distinto signo.
Pero, como cuando el azar y la necesidad se juntan, ha resultado el más incisivo, el más demoledor, de los que contradicen las alegres declaraciones de Mr. Trump, la persona que dirige la nación más poderosa del mundo y es hoy epicentro –así dicen los medios- de la pandemia del covid-19. Un mohín travieso, casi chaplinesco del Dr. Fauci disuelve, desde el trasfondo, las controvertidas cavilaciones de Mr. Trump sobre la pandemia. Una sonrisa, así sea graciosamente contenida vale más, en este caso, que varios ensayos científicos.
Ahora, que estridentes demagogos de toda ralea se pavonean en medio de la pandemia del coronavirus y que la bobera política se reproduce sin respetar las decrépitas fronteras entre norte y sur, conviene desechar los discursos presuntuosos, llenos de aire tóxico y seguir el ejemplo de los líderes políticos que, como la canciller de Alemania Ángela Dorothea Merkel, le han dado relumbre al cargo. El brillo discreto del servidor público responsable que cumple con su mandato, sin las excentricidades de un personaje construido para llamar la atención a toda costa.
Ojalá la divertida entereza del Dr. Fauci, su gesto de incredulidad y malicia que pronto adornará estampado las camisetas de tantos estudiantes (se escuchan apuestas), termine imponiéndose sobre quienes quieren borrar con frases épicas la complejidad de la realidad confinada. Ante la jactancia del poderoso, siempre quedará en el trasfondo la sonrisa contenida de quien se sabe protegido por su labor. Llanamente, sin reflectores ni fanfarrias. ¡Viva Fauci!
Lea también: «Entre series te vea…«, de Jean Maninat