Colombia y Venezuela dos comunidades contiguas por su intimidad topográfica, pero remotas en sus formas de lidiar con las solicitudes de un encasillado contorno. Hoy la decisión del presidente Iván Duque sobre la regularización de los inmigrantes venezolanos, cuya suma pasa del millón de personas, puede conducir a una rectificación de las lejanías disfrazadas de fenómeno contiguo. Tal vez lo haya movido la necesidad, la urgencia de superar de manera eficiente una calamidad de orden público, pero abre las puertas para la diversa valoración de unas sociedades que, si no se han inmolado en los campos de batalla, se han solazado en la subestimación correlativa.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Pese a los lugares comunes de la fraternidad y la integración, las historias de Colombia y Venezuela han marchado por derroteros diferentes, y muchas veces opuestos, que hoy pueden encontrar una afortunada conjunción debido a la decisión del presidente Iván Duque sobre la regularización de la situación de los migrantes venezolanos establecidos en su territorio. No ha sido cercana, sino lejana, no ha sido espontánea, sino forzada; no ha sido familiar, sino polémica, la vida de las dos comunidades a las cuales se atribuyen los recíprocos sentimientos de la colaboración y la proximidad. Una fantasía de solidaridad y de avenencia, fraguada por la vecindad geográfica y por las proezas históricas llevadas a cabo como pareja, ha establecido la idea de una marcha casi angelical que carece de fundamento, y sobre cuya inexistencia se debe insistir para colocar en lugar de extraordinaria excepción la medida tomada por el primer mandatario de Colombia para alivio de la muchedumbre de nuestro éxodo.
La reciente conducta de la sociedad colombiana ante la migración masiva de venezolanos ha sido como la de las comunidades habituadas a lo propio que reaccionan con desconfianza frente a lo ajeno, como la de gentes habituadas a una manera de vivir que de pronto se sienten penetradas por factores extraños que estorban su entendimiento de la cotidianidad. Ha llegado a extremos pavorosos, que se manifiestan en las expresiones de la alcaldesa de Bogotá, en comunicaciones de menosprecio que no debe manifestar una funcionaria de origen democrático y formación moderna, pero que también se han aclimatado en el seno de la gente común. Pero estamos ante una reacción comprensible que solo puede horrorizar a los espíritus candorosos, debido a que forma parte del catálogo de las animadversiones de los vecindarios desde que el mundo es mundo, y a la cual hemos pretendido oponer la supuesta buena voluntad manifestada por los venezolanos cuando antes, apenas hace tres décadas, vinieron de la otra orilla los millares de desesperados y de pobres que aventó la violencia de las guerrillas y el narcotráfico. En un alarde de buena voluntad y de sentimientos solidarios, desembuchado de la boca para afuera, ocultamos la desconfianza que produjeron, la sensación de superioridad ante los más desdichados, los defectos que les atribuimos y la oprobiosa idea de considerar que solo eran buenos para los oficios serviles, para los trabajos de baja estofa que no debían hacer los hijos predilectos del petróleo y de Simón Bolívar; la decisión expresada entre dientes de que solo habitaran barrios marginales propios de su condición. Como pensamos que jamás pasaríamos el suplicio del nomadismo masivo, como nos considerábamos como criaturas inamovibles del paraíso terrenal, tuvimos el empacho de fabricar un evangelio de congregación sin asidero en la realidad, y sin pensar que nos podía pasar factura en el futuro cercano, como ahora por desdicha ha sucedido.
“Del lado venezolano mana un aliciente poderoso para mirar con ojos distintos, apacibles, la compañía del vecino”
Tales reacciones encuentran origen en una realidad que se ha ocultado, pese a su protuberancia: Las historias de Colombia y Venezuela son distintas y solo se juntaron durante un tiempo por la necesidad y por la imposición de un hombre poderoso para volver más tarde a sus cauces naturales. La administración colonial tuvo el cuidado de ponerlas en jurisdicciones distintas durante tres siglos, para que cada una de las dos parcelas dependientes de la Corona se manejara de manera separada y para que las demarcaciones administrativas determinaran diferencias concretas que en no pocos casos desembocaron en francas contradicciones. De allí la formación de sensibilidades diversas, de maneras peculiares de expresarse en la misma lengua, de manifestaciones diferentes de religiosidad y, por si fuera poco, de unas economías sin conexión. Dos comunidades contiguas por su intimidad topográfica, pero remotas en sus formas de lidiar con las solicitudes de un encasillado contorno, en suma. Solo la Guerra de Independencia las juntó, para que la paz las separara más tarde. Se necesitaron para librarse del imperio español, y porque Bolívar, muy poderoso entonces, se empecinó en una unión inconsulta. Pero cuando lograron el cometido hicieron todo lo lícito y lo ilícito, lo claro y lo oscuro, lo grande y lo minúsculo, para regresar a su antiguo y anhelado derrotero.
Y fue lo mejor que pudieron hacer, porque evitaron la guerra para llegar a acuerdos de separación civilizada sobre las deudas causadas por las batallas contra los realistas, para la mudanza pacífica de los ejércitos y para tratos que apostaban por una amistad llevadera en términos oficiales, que rara vez se ha perturbado de veras. Quizá por demarcaciones de fronteras que no han llevado la sangre al río y por amagos bélicos en los principios del siglo XX, sin otras fricciones susceptibles de relieve. Pero, para mal, sin contactos capaces de facilitar un conocimiento adecuado de lo que en las dos repúblicas ya hechas y derechas se hizo o se ha venido realizando hasta nuestros días. Sólo el vínculo entre los artífices de cultura de las dos comunidades ha permitido una comunicación fluida y enriquecedora, cálida y franca, o los negocios de sectores empresariales movidos por el interés material, pero ha prevalecido una distancia sin escollos o, mucho peor, una descomunal ignorancia de los colombianos sobre cómo hemos llevado la vida los venezolanos y de cómo ellos se las han arreglado sin que nos enteremos nosotros, los de aquí. Ninguna decisión de trascendencia ha buscado fórmulas de acercamiento concreto, tal vez el Convenio Andrés Bello, quizá alguna conmemoración binacional, probablemente la fugacidad de los abrazos presidenciales, para que persista la marcha en departamentos estancos.
La decisión del presidente Duque sobre la regularización de los inmigrantes venezolanos, cuya suma pasa del millón de personas, puede conducir a una rectificación de las lejanías disfrazadas de fenómeno contiguo, a una mudanza de la evidente lontananza a la necesaria agrupación de las dos sociedades. Su medida se ha sustentado en el resguardo de los Derechos Humanos, es decir, en un postulado de alcance universal que no busca soporte en circunstancias específicas sino en valores genéricos. Eleva esos valores frente a las animosidades de la actualidad, pero también frente a la influencia de los hechos pasados que se han esbozado aquí. Tal vez lo haya movido la necesidad, la urgencia de superar de manera eficiente una calamidad de orden público, pero abre las puertas para la diversa valoración de unas sociedades que, si no se han inmolado en los campos de batalla, se han solazado en la subestimación correlativa y se han mostrado los colmillos. Por lo menos del lado venezolano mana un aliciente poderoso para mirar con ojos distintos, apacibles, la compañía del vecino.
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