Por: Jean Maninat
El ascenso del diputado Juan Guaidó a presidente interino de Venezuela parece no haber sorprendido a nadie: los genetistas de varias organizaciones políticas venezolanas, los opinantes, los maximalistas de ayer, y pareciera que hasta los mismísimos analistas de la CIA y el G2 (dos de los servicios de inteligencia mas sobrevalorados del planeta), todos reclaman haber inducido -o detectado en el caso de las agencias- de una manera u otra, al joven diputado en su camino a ser lo que hoy es. De nuestra parte estuvimos a punto de recurrir a la hoy trajinada teoría del Cisne Negro, pero nos dio urticaria la deformación a la que ha sido sometida y el temor a ser reos de lo políticamente incorrecto por lo de «black”. Lo cierto es, que ni el Papa, ni los rusos y los chinos, ni la Unión Europea, menos aún Raúl Castro, y qué decir de Maduro, tenían idea de lo que se avecinaba con el nombramiento de un joven político, tranquilo -que no le habla a las cámaras de la historia, ni anda amenazando insolente y prometiendo llamas redentoras- como presidente de una Asamblea Nacional (AN) entonces bajo asedio de fuego enemigo y amigo. La primera sorprendida fue la oposición democrática venezolana en su conjunto. ¿Por qué? Ya lo sabremos.
No hay quehacer más impredecible que la política -salvo, quizás, el flirteo entre dioses y humanos en la mitología griega- pero ciertamente las sorpresas que nos depara su ejercicio real no tienen parangón ni siquiera en el gran cronista de sus grandezas y miserias que fue Shakespeare. Y así, de nuevo -salvo a los que poseen información privilegiada-, nos sorprende que las cambiantes decisiones de la oposición y la impericia gubernamental fueran cuajando este momento en que todos andamos angustiados -salvo los fatuos- pues cualquier cosa es posible cuando un país deviene en alfil de un encontronazo geopolítico. ¿Basta con abrocharnos los cinturones de seguridad, cerrar los ojos, y encomendarnos al buen soldado Ryan? No pareciera recomendable.
Por lo pronto, convendría dejar al actual líder del país democrático, Juan Guaidó, manejar sus opciones -que no son otra cosa que presiones de importantes factores externos e internos- y conducir el proceso de cambio a su manera, según su instinto (la guata, dirían nuestros amigos chilenos que derrotaron a Pinochet democráticamente) y seguir abriendo un cambio real y no declarativo, tal como lo está haciendo hasta ahora.
La pretensión narcisista y boba de querer vender que Guaidó es un producto fecundado In Vitro por cada uno de los factores de la oposición democrática -incluyendo el suyo- olvida que la política, como los dados, contiene un alto grado de albur, y que nada se repite, salvo como mofa, aun siendo exitoso. El azar es muy injusto, se diría que adopta aires de venganza, y quien palpaba la corona de flores para culminar su carrera política, la ve partir de repente en la testa de otro.
No sabemos el desenlace de este envite – al menos en esta columna- pero lo cierto es que surgió un liderazgo refrescado, alguien que no repite el lenguaje criptochavista pleno de hipérboles y amenazas a la cual se aficionó tanta gente. Salga sapo o salga rana, Juan Guaidó ha abierto un nuevo estilo de hacer política, se bajó del caballo blanco y engrinchado de Bolívar, y tiene a todo el mundo literalmente encantado. Dejémosle el ADN en paz.
Lea también: «Maduro solitario«, de Jean Maninat