Soledad Morillo Belloso

El ADN venezolano – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

El ADN venezolano no se descubre en un laboratorio: se oye, se huele, se saborea, se toca, se respira. Suena como un “epa, mi pana, ¿cómo está la vaina?” dicho con cariño disfrazado de desparpajo, con ese timbre cálido que vibra en el pecho. Huele a empanada recién frita en aceite que ya vivió demasiadas vidas, a masa caliente que se pega en los dedos. Sabe a guayoyo recalentao, dulzón y honesto, que uno se toma igualito porque “bueno, chica, ¿qué más vamos a hacer?”. Se siente como ese abrazo apretado de un desconocido que te ve cara de “me está llevando quien me trajo” y te sostiene un segundo más de lo necesario.

Uno se va volviendo venezolano por ósmosis: por la bulla que retumba en las aceras, por el calor que se pega en la nuca, por el olor a lluvia que anuncia un palo de agua sin avisar. Por la vecina que grita desde el balcón “¡te dejé un poquito de sopa, mi amor!” con voz de olla hirviendo. Por el mototaxista que te dice “suba, reina” mientras el viento te golpea la cara con olor a gasolina y libertad dudosa. Por el señor de la bodega que te fía con un gesto de cejas, porque “usted siempre paga… tarde, pero paga”. Por el taxista que te cuenta su vida entera en diez cuadras mientras el aire acondicionado lucha por sobrevivir, y te baja del carro con un “cuídese, mi amor, que la calle está piche” que suena a advertencia y bendición.

Nuestro ADN tiene un gen de mamadera de gallo crónica. Uno está llorando por dentro, con un nudo en la garganta que sabe a sal, pero por fuera suelta un “no vale, eso no es nada, chica, tú tranquila”. Y no es que no duela: es que el humor es nuestro chaleco antibalas emocional, una capa invisible que cruje cuando la vida aprieta. Uno se ríe para no explotar, para no mandar todo al diablo, para no ponerse melodramático. El venezolano hace chistes en los velorios, en los apagones donde se oye el zumbido de los mosquitos, en la cola del agua bajo un sol que derrite la paciencia, en la desgracia ajena y en la propia. La tragedia es materia prima; la comedia, mecanismo de defensa.

También cargamos un gen de hospitalidad suicida. El venezolano invita aunque esté pelando. “¿Quieres café?” pregunta, sabiendo que apenas queda agua caliente y un poquito de fe. “¿Quieres quedarte a comer?” dice, aunque lo que hay es arroz blanco y la esperanza de que aparezca un milagrito, o al menos una latica de atún escondida en el fondo de la despensa. Pero igual invita, porque la cortesía es un deber patrio, casi un sacramento. Y si no hay comida, se inventa. Y si no se inventa, se improvisa. Y si no se improvisa, se ríe. Y si no se ríe, se llora… pero bajito, pa’ que nadie se entere.

La nostalgia es otra cosa. No es un gen: es una humedad. Se mete por las paredes del alma, se pega en los huesos, se acumula en las esquinas de la memoria. El que está fuera dice que no extraña nada, que ya superó todo, que está curado en salsa. Pero le basta oír un “epa chamo” en un aeropuerto para que se le derrita la coraza. Le basta ver un mango tirado en una acera extranjera para que le suba un olor a infancia, a patio, a manos pegajosas. Le basta oler una arepa asada para que el corazón le haga un ruido raro. El que está fuera se hace el duro, pero por dentro está diciendo “no, vale…”.

Y está el gen de la solidaridad exprés. El venezolano ayuda rápido, sin preguntar demasiado. “¿Te quedaste accidentado? Dame cinco minutos que yo conozco a alguien.” Los venezolanos siempre conocemos a alguien. A veces ese alguien no sirve para nada, pero igual lo llamamos, porque la intención también es patrimonio cultural. Y si no conocemos a nadie, inventamos a alguien. Y si no inventamos a alguien, igual acompañamos, porque la soledad ajena nos da alergia. La solidaridad venezolana tiene olor a gasolina, a sudor, a manos que empujan carros, a “vamos que tú puedes”.

La supervivencia es nuestro gen mutante más sofisticado. Somos expertos en reparar lo irreparable, en improvisar lo imposible, en sobrevivir a lo invivible. Hacemos magia con un dólar, con un clip, con un mecate, con un “tú tranquilo que eso queda fino”. Somos MacGyver con acento caribeño. Si la evolución fuera un concurso, tendríamos mención honorífica por creatividad bajo presión. “No botes eso, que eso sirve”, dice el venezolano, y lo dice con fe verdadera, con la convicción táctil de quien ha visto renacer cosas que ya estaban muertas.

Pero el rasgo más extraño, el más tercamente nuestro, es la esperanza. Ese gen travieso que no se extingue ni con decreto. Ese que hace que uno diga “el año que viene sí” aunque no haya evidencia científica. Ese que nos empuja a seguir, a inventar, a reírnos, a llorar con estilo, a bailar con cansancio, a amar con desparpajo. Ese que nos hace creer que siempre hay un chance, un respiro, un milagrito, un “vamos a ver”. La esperanza venezolana tiene textura: es áspera, terca, pegajosa. Se queda.

El ADN venezolano es una mezcla de afecto descarado, humor como escudo, nostalgia como combustible y una terquedad genética que nos impide rendirnos. Somos un chiste andante, sí, pero un chiste con corazón, con sazón y con memoria. Un pueblo que se abraza para no desaparecer, que se ríe para no llorar, que llora para no explotar, que insiste en vivir aunque la vida se ponga, digamos, un tanto creativa en la burla.

Y aunque a veces parezca que estamos hechos de remiendos, de parches, de improvisaciones, de cuentos que se repiten, de historias que duelen, también estamos hechos de una ternura feroz, de una alegría que no se deja matar, de una capacidad infinita para convertir la desgracia en anécdota y la anécdota en fiesta.

Ese es nuestro ADN: un manual de instrucciones que no existe, pero igual seguimos. Una receta sin medidas, pero que siempre sabe a hogar. Un chiste largo, profundo, sensorial y callejero que, por alguna razón misteriosa y aún no definida, nos salva. Todavía nos salva.

 

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