En Margarita, la Virgen del Valle no es una figura sagrada: es la costura invisible que une la fe con la sal, el consuelo con la brisa, la esperanza con el tambor de los días. Venerarla no es un acto religioso, es un gesto doméstico, como barrer el patio al amanecer o ponerle al café ese chorrito de cariño que no viene en la receta.
Cada 8 de septiembre, muy de madrugada, los pescadores limpian sus redes y las mujeres almidonan sus mantas para la procesión. No están preparando una fiesta: están afinando el alma. Porque la Vallita no vive en los altares, vive en las conversas de mercado, en los rezos que se murmuran mientras se pela el ocumo, en las promesas que se hacen mirando al mar.
Es la patrona de los que no tienen más que su fe y su cayuco, o de los que creen que no necesitan tener fe. Escucha sin apuro, como una abuela en su mecedora, dejando que el viento le peine los recuerdos. Su rostro moreno, sereno, no es símbolo de religiosidad: es espejo de la mujer margariteña, fuerte y dulce, capaz de parir alegría en medio de la tribulación.
Venerarla es también resistir. En cada vela encendida hay una historia de lucha, una enfermedad vencida, un hijo que volvió, un pez que se dejó atrapar cuando ya no quedaba esperanza. La Vallita es la memoria viva de un pueblo que ha aprendido a convertir el dolor en canto, la espera en procesión, el silencio en plegaria.
Y cuando el sol se acuesta detrás del Fortín y la isla se cubre de ese azul que huele a nostalgia, uno entiende que la devoción a la Virgen no es costumbre: es una forma de estar en el mundo. Como quien dice “gracias” sin palabras, como quien se encomienda sin miedo, como quien sabe que hay una madre mirando atenta, con los pies mojados de mar y el corazón lleno de pueblo.
En Margarita, hasta los ateos veneran a la Vallita. Porque ella no exige credos, pide corazón. Su presencia no se discute, se respira. Está en el aire que despeina los techos, en el gesto de la señora que cruza los dedos antes de que su nieto salga a faenar. No importa si uno cree en Dios, en el azar o en la ciencia: la Vallita es parte del paisaje emocional, como el olor a empanada de cazón al amanecer.
Los ateos la veneran sin arrodillarse. Le hablan con respeto, como se le habla a una madre que no necesita explicación. Le llevan flores sin rezar, le encienden velas sin pedir milagros. Porque saben que ella es más que una figura religiosa, es una metáfora de lo que significa ser margariteño: resistir con ternura, esperar con alegría, llorar sin perder la música.
La Vallita es la patrona de los que no creen en santos pero sí en los abrazos. De los que no van a misa pero sí a la procesión, porque allí se camina con el alma en la mano. Acompaña al pescador agnóstico cuando el mar se pone bravo, consuela al escéptico cuando la vida se rompe. No exige que creas en ella; ella cree en ti.
Aquí, la devoción no se mide por doctrina, sino por afecto. La Vallita puede ser adorada con una empanada, con un chiste, con una lágrima escondida detrás de unos lentes oscuros. Porque no juzga, acompaña. No exige, abraza. No pregunta, entiende.
En esta isla, hasta los que no creen en nada creen en ella. Porque la Vallita no es religión: es una manera de amar sin peajes.
Y cuando el sol se despide y la brisa se vuelve silbido, uno entiende que la Vallita no vive en los altares ni en los dogmas, sino en los gestos chiquiticos que sostienen la vida. En la abuela que le pide por su nieto, en el pescador que le deja una sardina como ofrenda, en la mujer que le canta bajito mientras friega los platos.
Venerarla es recordar que no estamos solos. Que hay una madre que nos acompaña aunque no la nombremos, que nos cuida aunque no la miremos, que nos espera aunque no lleguemos. Y en ese instante, cuando la fe se nos trepa por los ojos y nos tumba los párpados, entendemos que creer no siempre es cuestión de religión. A veces, es cuestión de amor.
Y ese amor, aquí, tiene nombre de olor a mar. Se llama Vallita.
Yo llevo diez años en esta isla, y todavía me sorprendo. Cada septiembre, los portales se llenan de altares improvisados, de flores frescas, de velas encendidas con manos temblorosas. Es un ritual feliz, luminoso, como si todos se pusieran su mejor alma para recibirla.
La Vallita ha estado conmigo en mis momentos más difíciles. Cuando mi marido enfermó, no le pedí que lo curara. Le pedí fuerzas para acompañarlo. Y eso hizo. Cuando murió, le pedí que me ayudara a resistir el dolor. Y eso hizo. Me ha enseñado que la ternura también es fuerza. Me ha enseñado a respirar de nuevo.
Por eso, si alguna vez sientes que la vida te pesa, ven. Ven a sonreír con ella. O a llorar, si eso necesitas. Ven a Margarita a sentirla. No necesitas creer, necesitas llegar. Aquí, ella no es adorno, es esencia.
Y cuando la veas pasar entre cantos y pañuelos, quizás también sientas que su mirada te reconoce, que te abraza sin juicio, que te dice —sin palabras—: “Aquí estoy. No estás sola.”





