Publicado en: El Universal
Movido por la preocupación de que la sociedad norteamericana pudiese ofrecer caldo de cultivo idóneo para el germen del fascismo, en 1941 el Comité Judío-Norteamericano encomendaba a Theodor Adorno una investigación que más tarde coronaría con su famoso trabajo sobre “La personalidad autoritaria”. En ese momento parecía urgente escrutar cada señal que alertase a la opinión pública sobre los peligros de aquella tarasca. Más cuando se consideraba el caso de una evolucionada, culta Alemania; víctima, no obstante, de la irracional seducción que sobre millones de almas ejerció la encarnación del “hombre fuerte”, Adolf Hitler.
¿Qué mejor justificación para la angustia? Pues al margen de ese avance civilizatorio que encontraba en la democracia su más luminosa expresión política, todo indicaba que el potencial llamado de la tribu amenazaba con subvertirlo. Entonces, aunque auxiliados por los límites que perfilan las reglas e instituciones, había que poner atención al factor humano: ese imprevisible protagonista de la historia, cuya acción podría verse igualmente impelida por un virtuoso sentido común como por una díscola ambición de poder. Ambición que, según advierte Juan José Sebreli, lleva “ínsita el culto de los héroes, el del superhombre más allá del bien y del mal…”.
En ese sentido, el estudio publicado en 1950 -y que Adorno emprendió junto a Max Horkheimer y los colaboradores del Grupo de Berkeley- introdujo un precioso referente no sólo para psicología social sino para la sociología política. Valiéndose de categorías usadas por Freud y Fromm, y detectando tendencias que se movían entre el antisemitismo, el etnocentrismo, el conservadurismo político-económico y el fascismo (escala F), los investigadores intentaron demostrar que las convicciones de un individuo “componen a menudo una pauta amplia y coherente, como amalgamada por una “mentalidad” o “espíritu”, siendo esta pauta expresión de tendencias profundas de su personalidad”.
Al establecer la relación entre una serie de actitudes con una determinada postura política, se iba configurando un retrato de la psique del individuo sensible a las ideas totalitarias y antidemocráticas. El estudio nos remite así a un pensamiento que se da en términos jerárquicos, rígidos y estereotipados. Se trata, nos dice, de personas dominadas por el resentimiento y el prejuicio, que rechazan aquello que hermanan con “lo débil”. Usualmente idealizan a padres estrictos, reprimiendo la hostilidad contra estos, y son proclives a la simplificación deliberada de la realidad o a su cancelación. Asimismo otorgan un valor exagerado al éxito, al orden y la fuerza; desestiman la subjetividad, la imaginación; tienden a proyectar sus propios impulsos y no toleran opiniones críticas. Hablamos de un estado mental ganado por la convicción de que la obediencia, la sujeción a la autoridad, más que útiles, son absolutamente necesarias.
Con todo y las críticas que recibió por su presunto sesgo metodológico, el estudio de marras sigue aportando buena carne a los debates de nuestro tiempo, apremiado por la irrupción de liderazgos que embisten contra una democracia siempre expuesta, siempre contingente e inacabada. Una espina parecida a la que mortificaba a quienes veían en el nazismo un aviso digno de precauciones, no deja de hincarse hoy en día. Historia magistra vitae. Los hechos demuestran que naciones incluso provistas de una vigorosa cultura cívica no son inmunes al embrujo de figuras y credos autoritarios.
Lo de Venezuela, lo sabemos, es trágica comprobación de ese barrunto. El desplome de la democracia que precipita el populismo de indistinto signo, a menudo ha contado con los “empujoncitos” de una población sobrepasada por sus hartazgos, sus miedos, sus desordenados apetitos. Sí: ante la pregunta “¿cómo llegamos hasta aquí?” es bueno mirarse en el espejo, hurgar más allá. ¿Cuánto hemos aportado a ese desbarro, cuánto hemos aprendido de sus aciagos efectos? Interpelarnos nunca sobra. En especial cuando frente a nuevas incertidumbres –lo que con Trump, por ejemplo, se ha revelado en todo su esplendor- resurge el inconfundible, acrítico deslumbramiento que en algunos suscita la personalidad autoritaria.
El problema rebasa el supuesto pragmatismo que, asociado a lo doméstico, pretende justificar los malabares del trumpismo criollo. En ese sentido, la impresión es que adrede se ignora una ruidosa contradicción. Que la democracia (invariablemente sometida por las tensiones entre el ser y el deber-ser) se desacredita cuando en su defensa salen quienes la ningunean con sus palabras y actos. Es el caso de Trump; y el de Bolsonaro o Bukele, como también lo fue el de Chávez. Justo ese menoscabo es el saldo de un desempeño plagado de arbitrariedades, personalismo y desconocimiento de la norma. Signos que, lejos de ser reducidos a simples idiosincrasias de gobernantes “enérgicos”, deberían alertarnos respecto al vaciamiento de referentes de la sociedad abierta.
No faltan quienes en su afán por mitigar el recelo, afirman que la maquinaria institucional de las democracias podrá contener el asalto de la hybris. Al respecto, hay que volver al estudio de Adorno: conviene no descuidarse pensando que, por sí solo, el cinto procedimental mantendrá a raya el instinto. Acá la pedagogía social es vital. Recordemos que la democracia tiene también un sentido lúdico que la salva de la rigidez de las radicalizaciones. En ese marco, son personas, esos agentes dinámicos del cambio, esos actores que Whitehead sitúa en el “centro del escenario” quienes dan forma precisa a la política. Allí llegan, cargando con sus particulares talegos; algunos muy dispuestos a eludir sus compromisos con el otro, a arrastrar a sociedades enteras cuando sus apetencias ahogan la disposición a cooperar con eso que, definitivamente, debería ser más grande que ellos.
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