Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La ciencia ficción no es tan ficticia, después de todo. No lo es como, en cambio, sí lo es cierta rimbombancia epistemológica y metodologicista –en el fondo, tristes derivados escolásticos del entendimiento abstracto– a la que en los últimos tiempos le ha dado por autoproclamarse como científica, a la hora de arrojar sus pretenciosas sentencias tautológicas, vertidas en “datos” y “hechos”, sobre un ser social aboyado, a punto de naufragar y hundirse en las espesas y descompuestas aguas de la pobreza espiritual, ese estanque de putrefacciones que afanosamente una banda de criminales dejó desbordarse, muy por encima de los niveles previstos por la decencia civil. Son ellos los Caronte del presente. Y es que, más bien, se podría concluir que, bajo el pomposo ropaje científico –tablet en mano–, se ocultan los comprensibles temores de quienes, siempre cargados de frases hechas en favor de la esperanza, hasta la fecha, han sido incapaces de resolver los enigmas develados por la ciencia ficción a la que tanto desprecian o consideran como mero divertimento. Que se sepa: el arte no solo inspira y se inspira en la auténtica ciencia, sino que crea y recrea las ideas que terminan por transformar la realidad.
Douglas Hofstadter, científico y filósofo estadounidense, publicó en 1979 la que quizá sea su obra de divulgación científica y filosófica más importante, al punto de que con ella obtuvo el premio Pulitzer: GEB: an Eternal Golden Braid (traducido al español como EGB: un eterno y grácil bucle). El argumento del autor consiste en mostrar cómo interactúan de continuo los logros creativos de tres auténticos genios: el lógico-matemático Kurt Gödel, el artista plástico Mauricio Escher y el músico y compositor Johan Sebastian Bach, a la luz del concepto general de “bucle”: “Me di cuenta –escribe Hofstadter– que Gödel, Escher y Bach eran solamente sombras dirigidas en diversas direcciones de cierta esencia sólida central e intenté reconstruir ese objeto central”. El bucle es definido por el autor como una jerarquía de niveles recíprocamente vinculados que, sin embargo, se encuentran “enredados”, por lo que no se puede determinar con precisión cuál sea el nivel superior o el inferior, ya que desplazándose a través de ellos se vuelve siempre al punto de partida, en una suerte de continuo y eterno retorno nietzscheano. Las autorreferencias de los sistemas formales gödelianos; la circularidad de los constructos biunívocos de los diseños de Escher; el tejido barroco, de finas y gruesas orlas, que giran indefinidamente en el interior de la estructura de las composiciones de Bach. Pero también el flujo informativo que, a través de la síntesis de proteínas, va desde las enzimas al ADN y a la inversa.
En todo caso, y según el autor, el bucle no es un “circuíto físico abstracto”, sino una serie de etapas que constituyen el “ciclo-alrededor”, en el que la jerarquía del movimiento hacia arriba cambia hacia abajo, para dar lugar y tiempo a un ciclo cerrado. En una expresión, a pesar del sentido direccional in crescente del “vamos bien”, reflexivamente, se produce un choque en el que se es conducido al punto desde el que se había comenzado. Immerwieder: un bucle –dice Hofstadter– es “un lazo de retroalimentación paradójica a nivel cruzado”. Nada menos.
La exposición de esta –sin duda– asfixiante concepción de flujo en circuito cerrado, de eterno retorno indescifrable, tiene su sustentación en la llamada teoría del bucle temporal o curva cerrada de tiempo, de W. J. van Stockum y del propio Kurt Gödel, con base en la cual se puede volver al mismo espacio del cual se parte en un determinado lapso de tiempo. Una teoría que, recientemente, ha sido tema de inspiración de largometrajes y series de ciencia ficción: a finales del mes de enero de cualquier año, el protagonista del filme se despierta y comienza su día, lleno de fervor y esperanza. Se dispone a poner fin, junto a miles y miles de ciudadanos, al secuestro perpetuado por una banda de facinerosos, narcotraficantes y terroristas, que los mantienen sometidos a un régimen de opresión y miseria. “Calle, calle y más calle”, se grita con férvida pasión. Las concentraciones son masivas, multitudinarias. Estalla de alegría el colorido tricolor. ¡Esta vez sí se conquistará la tan ansiada libertad! Y se produce la confrontación. Hay fuerte represión. Las calles se llenan de heridos y muertos. Las residencias son allanadas y los daños a las propiedades son notables. Los “agitadores” son apresados y condenados. Las ciudades comienzan a apagarse. El terror se va imponiendo. Los dirigentes, sin embargo, insisten: “¡Vamos bien porque vamos juntos!”. El miedo y la zozobra cunden por doquier. Para el mes de mayo se comienza a hablar de una negociación propiciada por la mediación internacional. Los facinerosos mantienen el secuestro. El año termina y el protagonista se despierta a finales de un mes de enero cualquiera, con la cara pintada “color esperanza”, lleno de fervor y, bandera en mano, se dispone a poner fin al secuestro al que él y el resto de la población han sido sometidos. Una vez más, el bucle se ha cerrado.
Son cosas –“eventos”, como suelen decir– de la era posmoderna. Conducida de las manos de Nietzsche y Heidegger, surgió una cierta izquierda que, partiendo del totalitarismo, lo negaba, huía de él, para retornar a él. Su característica esencial puede ser definida, siguiendo la terminología de Deleuze, como un “sin fondo” (Abgrund), un abismo que devela el horizonte problemático, ezquizofrénico, en el que se mece, desde finales de los años sesenta del siglo pasado, el bucle del llamado posthumanismo, de origen esencialmente francés, obsesionados como están con el fantasma del cógito, contra el cual inútilmente maquinan acechos y celadas parricidas, edípicas. El sujeto de la historia es sustituido por una realidad que lo perpleja, lo conforma, lo disciplina y lo oprime, una y otra vez. Pero es el triunfo del “genio maligno” cartesiano y de Sade, como figuras centrales de la cultura. Es la realización efectiva de La naranja mecánica de Burgess, la elevación de la agresión y el sadísmo a política de Estado, a condición sine qua non de la vida civil o, más bien, de su epitafio.
Y así, los cantos eleusinos terminan en los gritos del silencio deleuzinos, en la postulación de un cosmos fraguado con espuma, con hule interestelar, hecho de pliegues y ruinas circulares, de ministerios del tiempo y de reiterativos e infinitesimales “si no te hubiese conocido”. Entretanto, los buenos epistemólogos y metodólogos, Carontes de siempre, víctimas de los efectos de la mariposa posmoderna, siguen buscando entre sus instrumentos de precisión el punto intermedio de la medición, la dialéctica de la medianía, el quod y el quantum, la tautología más adecuada para la sentencia, la copa de vino rosé: ni rouge ni blanc y, por supuesto, mucho menos bleu.
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