Por: Carlos Raúl Hernández
Después de 40 años de vagar por el desierto, expulsados sucesivamente por babilonios, asirios, egipcios (y romanos), los judíos regresaron a Palestina, de donde los quieren volver a sacar. La primera ciudad del retorno fue Jericó, protegida por legendarias e inviolables murallas de piedra. Luego del asedio, bastó el trompetazo de Josué, valiente capitán decidido a jugárselo todo, para que su acto personal arrasara las monumentales murallas de piedra y de paso, el sentido común. No hay pasión o necesidad humana que no estén expuestas con profundidad en la Biblia. Todos los mitos, falsos y verdaderos, que hoy forman la cultura occidental aparecen en el Libro y la leyenda de Jericó salta en la subconsciencia colectiva. La moraleja es válida: independientemente de la fortaleza del adversario, es necesario mantenerse en pie de lucha, porque nadie sabe qué fenómeno del azar o la necesidad puede desencadenar el triunfo.
La frase de Burke, que ya tiene el fastidioso tufillo de los lugares comunes, dice que «para que ganen los malos solo se requiere que los buenos no hagan nada», pero merece una acotación: o que hagan las cosas mal. Hasta 2006 las loqueteras de la oposición venezolana atornillaron al Galáctico y hoy se puede afirmar, ante el suicidio del gobierno, que la oposición no lo está ayudando. Por eso sus cabecillas se desgañitan insultándola, a ver si convoca una huelga, una manifestación loca o se abstiene, para meter el sable hasta la empuñadura. El error en el análisis del mito consiste en confundir la metáfora con la realidad: basta el tour de force, un acto heroico, el impromptus de un iluminado, para conquistar cualquier objetivo. La literatura está impregnada de esa mitología, de hombres cuatridotados, dispuestos a escupir el rostro del torturador. Bond en Casino Royal, y lamentablemente, para el twittero heroico los que no se inmolan a su petición, son cobardes, «funcionales», colaboracionistas.
La sangre de los otros
Al final la Historia se escribe con sangre (de los otros)… y con galones de testosterona ajena. Los dirigentes políticos deberían irse a sus casas y entregar la alternativa a toreros de prominentes entrepiernas, para verlos desde el tendido de sombra. Por más de un siglo vivarachos revolucionarios se encubrieron en esa imagen arrebatada del héroe, pero más allá de eso, lo que les permitió llegar al poder y perpetuarse en él no fue solo el Asalto al Moncada, sino una cadena interminable de crímenes que convirtieron la vida humana en el peor infierno. La revolución no es otra cosa que el crimen sistemático, meticuloso, cotidiano, polimorfo. El héroe romántico rápidamente cedió el paso al torturador, asesino, corrupto.
Luego la revolución terminó en el estercolero de la historia. Ahora se produce el hecho increíble de que muchos demócratas desesperados se convierten en revolucionarios 2.0, y cargan la trompeta de Jericó, sacada en una piñata, en el bolsillo. Piensan que basta la acción de mano, la clarinada, para que «las masas» salgan a las calles, y lo único que hace falta es una buena bragueta (o pretina) que tome la iniciativa. La candidez siempre resulta peligrosa y dañina para el objetivo, y sobre todo para los simples que se tragan semejantes pavadas. Por fortuna varias tortas recientes podrían servir para que los interfectos revisen las empacaduras de sus cajas craneales y corrijan botes de aceite, bielas fundidas. No vale descuidarse frente al mito, la versión mesocrática del Día de la Ira bíblico, el día aquél, el Gran Castigo, la gran venganza, cuando el pueblo encabezado por un titán de brazo de hierro, el cuatridotado, desquitará lo sufrido. «Día de la Ira, el día aquél/ día de angustia y de aprieto/ día de devastación y desolación/día de tinieblas y oscuridad/ día de nublado y densa niebla /día de trompeta y de clamor» (Jeremías). El mentado estallido social es una visión tumultuaria de los procesos políticos que revela inanidad.
Biela fundida
En algún recoveco de la fisura de Rolando, el mito traiciona al pensamiento, y visualiza los adversarios correteando por las calles perseguidos por la justicia popular, esta vez de «los buenos». Copian la versión marxista del 27-28 de febrero, «el día que bajaron los cerros», la insurrección popular, aunque efectivamente las masas estaban en las calles, pero muy lejos de revoluciones, lo que querían era televisores, computadores y neveras, no un mundo nuevo. Solo la infinita candidez de las elites venezolanas del momento otorgó jerarquía ética, social o política a lo que no fue otra cosa que el desenfreno de las más sórdidas expresiones de la naturaleza humana, de la bestia fugada de las cadenas de la moralidad y el miedo al castigo.
Para decenas de pánfilos dirigentes un acto de delincuencia masiva se convirtió en una reacción sublime «de los pobres» contra una sociedad «egoísta», ricachona y vanidosa, indiferente al clamor, una democracia que «había fracasado», como rápidamente lo asumieron los lobos revolucionarios que estaban controlados por ovejas. El asunto es que el par de llamados que últimamente hicieron para que «las masas» salieran a volcar su ira, en vez de trompetas recibieron trompetillas. «¡Sea la espada dos, tres veces más cruel!, la espada de la carnicería que avanza alrededor… en todas las puertas he puesto yo una espada/hecha para centellear, bruñida para la matanza» (Deuteronomio). Pero en vez de esta estremecedora amenaza de la versión venezolana de El Día Aquél, sólo había una especie de rancho en la Plaza Venezuela con feas pancartas pintadas a malhumorados brochazos.
Un comentario
Que excelente artículo