Publicado en: El Universal
Con todo y su inmejorable promesa, la democracia a menudo opera como tumba de cierta épica, la idealización perniciosa, los moralismos. Tras arduas bregas de las sociedades en pos de conquistas como la participación, el pluralismo, la igualdad ante la ley, el Estado de Derecho, la efectiva limitación y control del poder, lo que sigue seguramente sea una historia de avances, no siempre acompañada de lustre heroico pero sí formidables desafíos. ¿Cómo entender, por ejemplo, que incluso en sociedades marcadas por valores de progreso y justicia social pueda a la vez profundizarse la desigualdad socioeconómica? ¿Cómo lidiar asimismo con la crisis de representación, la quiebra de expectativas en relación a la política y sus oficiantes, para que eso sea percibido por la ciudadanía como un revés puntual y remediable, no como catástrofe irreversible?
Una disonancia entre lo que se espera de la democracia y lo que realmente es -la democracia ideal y la real, apunta Sartori- a menudo omite los caminos escarpados de ese trámite. Uno que implica tensas negociaciones y elecciones, reformas progresivas y priorizaciones, movilización de intereses conflictivos, espinosos acuerdos y administración de recursos siempre escasos.
Ni siquiera en Atenas, cuna de la democracia occidental, esta surgió de forma espontánea ni prescindió del ajetreo sostenido del demos para hacerse de un régimen que garantizara la participación amplia y evitara la entronización de una única facción. Las reformas de Solón y Clístenes, la propuesta de una nueva constitución que consagrase un Estado en manos del pueblo, sentaron bases para esos progresos. Luego, con el ascenso al poder de Pericles, el Olímpico, (461 a. C.) principal Estratego de Grecia y líder del partido republicano, la de la democracia se vuelve práctica común y extendida hasta el año 322 a.C. Pericles (quien según Tucídides “contenía a la multitud sin quitarle libertad, y la gobernaba en mayor medida en que era gobernado por ella”) ofrece un retrato de este sistema de gobierno en su famoso Discurso Fúnebre: “Nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que somos la imagen que otros imitan. Se llama Democracia, porque no solo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar”.
Lo llamativo es que también en esta suerte de experimento precursor, trasformador e inclusivo que inspiró la poliarquía de los modernos, las instituciones jugaron un rol clave. El funcionamiento de esa “democracia directa” dependía de reglas de juego claras, de la mediación de instituciones político-participativas. La Ekklesia o Asamblea; la Boulé, o Consejo de los Quinientos (responsable, entre otras atribuciones, de la rendición de cuentas de los magistrados y de recibir las propuestas políticas de los miembros del demos); y el Dikasterión o Tribunal del Pueblo, compuesto por ciudadanos comunes. En esas instancias, especialmente después de las reformas de Pericles que implicaron pagos por el desempeño de tareas públicas, podían intervenir todos los ciudadanos, independientemente de su nivel socioeconómico.
Interesa observar, en fin, que consolidación de una “democracia real” -entendida como el conjunto de arreglos que garantizan estabilidad social, la gestión de conflictos de interés con un grado mínimo de violencia y un nivel de incertidumbre suficiente para promover la competencia- se ata al desarrollo de instituciones que no sólo habilitan, sino que son habilitadas por la participación ciudadana. El largo proceso de «selección estructural» (Jorge Javier Romero, 1998) ha permitido la concreción de reglas que regulan la interacción social, lo cual contempla la incorporación de mecanismos formales e informales, así como elementos de la cultura política.
Ante la situación de deterioro de los procedimientos democráticos y la consecuente imposición de derivas autoritarias, la necesidad parece clara. Se trata de empujar al Estado a ser “un (aunque imperfecto) agente de coaliciones” (Przeworski, 1990); de recuperar una institucionalidad que obligue a actores políticos a reencauzar movidas, a celebrar nuevos pactos mediante la aplicación de filtros estructurales que operen para el largo plazo. Algo que, naturalmente, lejos de invocar liderazgos redentores o saltos abruptos y compulsivos para los cuales se carece de músculo, pide echar mano de esa paciencia estratégica que blinda la permanencia de las transformaciones de fondo. La convergencia de “una política de reformas desde arriba” y “unas reivindicaciones de democracia desde abajo” -eso que, según José María Maravall, definió la dinámica de la transición española- habilitaría el cambio político gradual, discreto, sin furias. Uno que solicita sudor y sentido común, no la ociosa intransigencia de los héroes.
Prepararse para el ciclo electoral 2024-2025 supone trabajar en ese sentido, el de un permanente y sensato “llamado a la acción”. No reincidir en la estulticia de despojar al ciudadano de su poder, apartándolo de las tareas más elementales de esa transformación, evitando que ejerza nuevos contrapesos o que presione desde dentro del sistema por soluciones de equilibrio. Enfocarse en el establecimiento de entramados institucionales de naturaleza democrática, aún en contextos no democráticos -la designación y permanencia de rectores no-oficialistas, competidores “incómodos” en el directorio del CNE, por ejemplo- ofrecería oportunidades para la profundización de las contradicciones que ya cunden en el bloque de poder. De esto se trata la imperfecta, empinada vía del ajuste institucional: lucha por la instauración de rutinas de comportamiento útiles para reducir la incertidumbre relacional, y cuya terca repetición durante lapsos prolongados sienta bases de un modo de ser y hacer, esa cultura política imprescindible para la evolución democrática.