A cada cual su drama le pertenece, le hostiga, le increpa y, tantas veces, le vence. No hay un dolor peor que el de otro. Porque el dolor, si algo tiene, es que es personalísimo. Cuando alguien pretende una competencia de dolores, esa justa se vuelve insoportablemente idiota, de tan necia e ignorante.
Que si la tragedia de los venezolanos es nada comparable con la que sufren los ucranianos, o menos salvaje que la que padecen los sudaneses, o menos absurda que la desgracia que atraviesan los nicaragüenses. Las comparaciones, tantas veces, no hacen sino convertir la penuria en párrafo de un reportaje escrito por algún periodista de letras repetitivas y faltas gramaticales, u hoja en un estudio estadístico realizado por algún organismo internacional que viene a engrosar la biblioteca de horrores de la humanidad.
El dolor es dolor. Punto. Destroza, seca el alma y el cuerpo, clava en el presente y acaba de un zarpazo envenenado con el futuro.
Somos más de ocho mil millones de habitantes en el planeta. Varios cientos de millones están en pena. Persecuciones, hambrunas, guerras, secuestros. Sangre y más sangre. Dolor y más dolor. Para algunos existe el licor con varios grados de alcohol o un pucho al que acudir para colorear el gris. Para otros se trata de convertir el dolor en rabia. Algunos cantan, componen, escriben. Todos somos víctimas de algún dolor incontrolable e irascible. Y ahí nos creemos con la superioridad para subirnos a la escalera del desprecio donde no somos únicos, somos egoístas y egotistas.
Leemos en la prensa noticias a cual peor. Y nos quedamos como gallina que mira sal. Nada nos conmueve ni mueve. Todo se queda en nuestro minúsculo círculo, en nuestra perfecta burbuja protectora. El alma engreída pasea sonriente dentro de esa burbuja. Dentro de ella hay belleza. Y el engreído piensa: «Si yo estoy bien, todo está bien». Y menea con el dedo el vaso de whisky con hielo picado.