“Inventar una causa de la nada masiva, o de una cuasi nada gregaria, vaticina situaciones pavorosas para los ciudadanos que clamamos por la restauración de la República y el renacimiento de la democracia”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
El tema del Esequibo ha estado alejado de las preocupaciones venezolanas. No ha sido un asunto que haya ocupado la atención de la sociedad, que lo ha avistado desde la lejanía sin manifestar alarma por su desarrollo. Tal vez en los tiempos de Joaquín Crespo, en las postrimerías del siglo XIX y cuando se barajó la hipótesis de una invasión inglesa que podía llegar con toda la facilidad del mundo hasta el centro de Caracas, pudo estar pendiente la gente de unas escaramuzas que podían cambiarles la vida. Sin embargo, cuando se disipó el rumor, fue materia de unas reuniones herméticas que no estorbaron las rutinas de la población. Si se parte de esa evidente frialdad en torno a un asunto territorial que no ha dejado de tener importancia desde sus orígenes, pero que nadie consideró como un asunto de vida o muerte, llama la atención la causa que la dictadura de nuestros días ha pretendido fomentar sobre un territorio tan alejado de la sensibilidad de los venezolanos, tan ajeno a sus vivencias fundamentales, tan desconocido y desestimado.
La recuperación del territorio Esequibo fue manejada con absoluta responsabilidad por los gobiernos de la democracia representativa, pero no penetró en la cotidianidad de sus gobernados. Tal vez porque las cancillerías de entonces consideraron que no debía ser pasto de las algaradas, ni conversación de botiquines, sino solo tratamiento de especialistas que no se dedicaran a hablar pendejadas, la materia permaneció bajo el dominio de un equipo poco numeroso de encargados. La colectividad recibió información puntual sobre la disputa a través de los periódicos, gracias a las declaraciones de los ministros del ramo cuando la ocasión obligaba y a través de artículos de opinión que no se convirtieron en permanencia. El problema trascendió hasta la cartografía y hasta los manuales escolares como testimonio del esfuerzo que se hacía para completar el mapa en atención a obligaciones históricas y de justicia, sin alimentar reacciones masivas que no parecían pertinentes porque agitarían un panorama que requería previsión en lugar de alarma. Como los británicos, en suma, poco inclinados a borrascas imperialistas en plaza pública.
Por mandato de la Casa Amarilla, un grupo especializado de historiadores y geógrafos hizo entonces un trabajo de investigación sobre el reclamo, tal vez el más importante llevado a cabo desde los principios de la República sobre asuntos territoriales, sin que el resto de sus colegas se involucrara. Las Academias dieron cuenta del problema a través de contados documentos, sin empeñarse en figurar como protagonistas. De pronto surgió el plan de una invasión armada por la zona denominada Rupununi, pero no se llegó a aprestos capaces de sentirse como partes de un episodio realmente verdadero o como incitaciones que provocaran el entusiasmo popular. Es probable que se pensara que un asunto tratado con semejante discreción estaba en buenas manos, para que la vida cotidiana no se animara a fabricar diatribas contra la dominación extranjera ni a fantasear con batallas nacionalistas.
Para redondear la distancia, para apuntalarla de veras, el predicamento más frío que tibio se hizo gélido cuando el comandante Hugo Chávez, primer mandatario que en la víspera se había pavoneado como enemigo jurado de los imperialismos viejos y nuevos, resolvió meterlo en una nevera tan gigantesca que apenas cabía en su despacho; o en la oficina de un canciller aficionado al mutismo porque consideraba que un pollino no debía meterse en peleas de burros. Chávez no sintió a Guyana como antagonista, sino como víctima de los malvados tratantes del siglo XIX, y les pidió públicamente a sus gobernantes que poblaran y trabajaran a su gusto la zona en reclamación porque no permitiría que una querella menor se interpusiera en el sendero de la integración latinoamericana; porque no iba a hacer más pesada la obligación de cuidar la tierra que el gabinete de San Jaime había dejado a sus antiguos y sufridos colonos. Vía libre, en suma, luz verde, licencia expedita, pese a que en el pasado reciente se habían guardado las formas en un teatro que jamás agotó la taquilla.
La dictadura ha emprendido una batalla sin soporte social cuando anuncia una cruzada sin freno por el territorio reclamado. Emprende una disputa de gran calado sin el auxilio de la memoria colectiva, una empresa gigantesca sin la candela de la sensibilidad popular. Pese a su indiscutible justicia, no hay manera de conectar la reclamación del territorio Esequibo con el calor de unas multitudes que jamás se han sentido realmente concernidas por el despojo de un fragmento del mapa. El hecho de que no reaccionaran ante la conducta del “comandante eterno” cuando se desembarazó del asunto en unas declaraciones que debieron provocar estupor, da cuenta de cómo continuaron una postura indiferente sobre cuya modificación solo los ilusos puede apostar, o los que sienten que se resquebrajan sin remedio las patas de su trono.
De allí que estemos ante una decisión de la dictadura que merece una reflexión pausada, una meditación capaz de descubrir lo que en realidad pretende cuando enarbola una reivindicación que no le ha quitado el sueño a la abrumadora mayoría de los durmientes venezolanos. Parece evidente que no pretende meterse de lleno en una querella internacional, sino, por torcidos y oscuros senderos, librarse de la condenación intestina que la amenaza sin ganas de esperar. Inventar una causa de la nada masiva, o de una cuasi nada gregaria, vaticina situaciones pavorosas para los ciudadanos que clamamos por la restauración de la República y el renacimiento de la democracia.