Publicado en: El Universal
En Venezuela, las épocas electorales anuncian flujos y reflujos. Pasos algo más prudentes, reflexiones y diligencias retomadas luego de la travesía por un largo desierto, en unos casos. En otros, discursos y enfoques que alguna vez resonaron pero que hoy lucen huecos, reviviendo lo que Weber describía como el enfrentamiento con “odres llenos de viento”. Atavismos políticos y tumores que sabemos destructivos, también, pero que lejos de dar tregua, se sublevan al calor de la contienda. De modo que, aunque no vivamos en un país “normal” -o precisamente por eso- la lucha por el poder y los votos vuelve para reactivar algunos de esos motores que en buena medida resultaron atrofiados por la abstención recurrente.
En tanto guerra de representaciones, una donde el arma arrojadiza son las palabras, la dinámica política-electoral también invoca viejos-nuevos relatos, viejos-nuevos mitos, viejos-nuevos arquetipos: el Gobernante, el Protector/Cuidador, el Sabio, el Héroe, el Mago, el Forajido, el Bufón, entre otros. La construcción del enemigo, como anunciaba Umberto Eco, resulta acá un requisito fundamental (“…puesto que para hacer la guerra se necesita a un enemigo con quien luchar, el carácter ineluctable de la guerra se corresponde con lo ineluctable de la elección y construcción del enemigo”).
Buscando dar forma a ese contrincante, a esas fuerzas que se perciben amenazantes y que deben ser doblegadas, surgen entonces antagonismos múltiples: pues la amenaza ahora mismo no necesita concentrarse en un único rival, sino que se distribuye equitativamente entre otros competidores; antes cófrades inseparables, incluso. Por eso el insulto, la descalificación salvaje, la confrontación inevitable y connatural a esta carrera por conquistar el poder. No esperemos que de entrada las elecciones primarias nos remitan, pues, al intercambio aséptico y cortés entre desconocidos. Aun cuando la adopción de reglas de juego introduzca frenos a la competencia electoral, la faceta cooperativa de la política, su orientación hacia el consenso, las alianzas y el acuerdo tiende a verse superada acá por otra lógica, la del auge del conflicto y la contraposición.
Lo dicho: a merced de ese forcejeo insalvable (no ajeno a contextos de democracia funcional, de paso) algunos tozudos relatos y las posturas maximalistas asociadas a ellos han reverdecido. No extraña entonces que en manos y bocas de figuras refractarias a los giros de la circunstancia, de actores amarrados a sistemas de creencias que sólo atienden a la ética de los principios, esos relatos revistan una beligerancia atractiva para el electorado dispuesto a participar en unas primarias. Ante su carácter avasallante, explosivo, efectista, la moderación (y el esquivo “voto racional”) puede perder terreno.
No extraña tampoco, por tanto, que una comunicación afín al deletéreo pero eficaz discurso populista se posicione como válida. En el contexto de crisis profunda de los partidos y de las instituciones, asumir el papel del díscolo “outsider” aun estando asociado al historial de movidas y fracasos opositores, es para algunos avispados una maniobra electoralmente legítima.
El llamado a terminar con el dominio de los políticos tradicionales y de refundar la democracia, cabalga entonces cómodo sobre la grupa de la división entre puros e impuros. Entre la idea del “pueblo” sufriente como depositario de virtudes inequívocas -el neopopulismo de la era digital no duda en colarla bajo la mención al “ciudadano”- vs las “cúpulas”, las de la “podredumbre opositora”. Entre el consabido “nosotros” vinculado a un líder que promete cumplir los deseos populares, vs “ellos”: todos los demás, los vinculados al statu quo, el necesario “alter” por construir y alimentar, los enemigos internos y externos. Una retórica de contenido emocional, turbadora, dirigida a exacerbar el dolor y mostrar una única oportunidad de reivindicación para la “transformación moral de un país desahuciado” -la que encarna el líder, naturalmente- no se ha hecho esperar. Otra vez.
(Mircea Eliade, en El mito del Eterno Retorno, arquetipos y repetición, nos habla de la voluntad de las sociedades “de rechazar el tiempo concreto, su hostilidad a toda tentativa de “historia” autónoma, es decir, de historia sin regulación arquetípica”. Esa reflexión bien podría orientarnos en terrenos de la acción humana donde prevalece el impulso primitivo, la tiranía de hígado, corazón y estómago, la emocionalidad.)
A merced de la ola de notoriedad que las encuestas asignan a estos nuevos-viejos actores, por cierto, tampoco se hacen esperar los bombardeos de mitos asociados a sus marcas políticas. Así, el plan de incorporar el apoyo técnico del CNE, abonar a la confianza en los procedimientos y la institucionalidad que operarán en eventos futuros y vinculantes, trueca en pecado mortal; vuelve por sus fueros el fantasma del fraude electrónico (ectoplasma urdido a punta de especulaciones, nunca evidencias concretas); y los ludistas electorales la emprenden contra las máquinas de votación con la misma ojeriza antimodernidad que los artesanos ingleses del s.XIX dedicaron a los telares industriales.
Ignorando pruebas tan elocuentes como las dos jornadas de totalización en Barinas durante las recientes elecciones regionales, estos nostálgicos de la más pura tradición del “acta mata a voto” proponen retrotraernos a la precariedad del conteo manual, llevados por corazonadas y juicios moralistas, no razones políticas. Bastaría con repasar con mirada serena los resultados de las elecciones celebradas en nuestro país y las proyecciones que ofrecían encuestadoras respetables, para entender que el “dato mata al mito”. Pero eso parece mucho pedir. Más cuando se sabe que el triunfo de ese mañoso relato de apocalípticos pide hurgar en la psique colectiva en busca de pulsión, emoción que ofusca, dolor, rabia y sospecha aliñando el resbaloso voto del enojo.