El furor

Por: Leonardo Padrón

  «No está más flaco, lo que está es llevao», me aclara Altimari, una de las dos manos derechas del equipo de Henrique Capriles, ante mi asombro al verlo más desgastado que la última vez que nos reunimos. «Llevao» es un modismo maracucho. Implica, en latín directo, «escoñetao».

No se podía esperar menos de alguien que lleva meses recorriendo el país frenéticamente.

El ritmo de campaña del candidato de la unidad opositora es abrumador. Su vitalidad ha sido decisiva para emprender una cruzada de ribetes sobrehumanos por el mapa profundo del país y procurar la victoria de este enjuto y corajudo David sobre ese desproporcionado Goliat llamado Chávez.

Mientras escribo estas líneas lleva ya recorridos 250 pueblos. Se dice rápido, pero en una geografía de carreteras vergonzantes y distancias ampulosas el esfuerzo se multiplica in extremis. Las elecciones presidenciales de Venezuela en este año 2012 nadie podrá olvidarlas. El país entero está parado encima de una cornisa.

Pero ahí está Capriles, llegando al aeropuerto con apenas media hora de retraso, listo para la voluminosa agenda de la gira que nos llevará al Táchira y al Zulia. En el despegue, se hace la señal de la cruz, la versión larga, la que muy pocos usan. Junto con Alberto Barrera Tyszka y Héctor Manrique, conversamos lo que es su sino: la campaña. No son ni las 9:00 am y se toma, ya, la primera bebida energizante de la jornada. Le pregunto desde cuándo no pasa dos días seguidos en su casa. «Desde hace un año, tal vez más».

Es un hombre que perdió su cotidianidad. Está dejando la piel y el alma en una aventura proteica. «Viajo más que un piloto. Muchas veces son cinco vuelos a la semana». Mientras hablamos, hay una cifra que nos prohíbe la serenidad: ¡estamos a 18 días de las elecciones! «Hay que echar el resto», comenta. Casualmente, al día siguiente, en el acto de Chávez con la juventud en el Poliedro, este diría la misma frase.

Nada ilustra mejor lo reñido de la contienda. La ansiedad que surca el país. La asfixiante cuenta regresiva. Sabemos todo lo que está en juego.

A quince minutos para aterrizar, el flaco amarra sus zapatos deportivos con doble nudo. «Ya viene la coñaza», dice en alusión a la vorágine de empujones, arañazos y apretujones que genera su llegada a cualquier lugar.

Una estrella pop en La Fría. Apenas Capriles asoma el rostro en la escalerilla del avión una ráfaga de gritos ametralla el aire. El recibimiento es frenético. Hay un desespero por verlo, tocarlo, entrar en su campo visual. La multitud genera un apiñamiento peligroso. Siento que me aplastan por detrás, por los costados, mi cuerpo va de un lado a otro, pierdo el rumbo, me arrastra la corriente, mis lentes se salen del bolsillo, los atajo a última hora, arrecian los empujones, los gritos, el delirio. A Capriles lo manosean, lo estrujan, lo halan. Todos somos como bultos chocando contra las piedras de un río esquizoide. No creo poder llegar a la camioneta Van que nos sacará del lugar. Un mínimo descuido puede hacer que me quede allí, en mitad de todos y de nadie.

Comienza la caravana por La Fría. Vamos en una camioneta abierta. Capriles va más allá, con el gobernador César Pérez Vivas, el anfitrión de la zona. Gente que corre, corea canciones, grita consignas, agita banderas y traga humo. Gente convertida en estruendo y algarabía. Intento tomar una foto de la multitud y un brusco frenazo de la camioneta me derrumba.

Mi gorra cae a la calle. Un enjambre de personas se lanza sobre el anhelado fetiche. El camino que nos lleva a La Grita es hermoso, paradójico, variable.

A la vera del camino nos sigue el pueblo de Las Mesas, más allá sale la gente de Seboruco.

Corren, saludan, toman fotos, cantan. Hombres desdentados y en pantuflas le sonríen con asombro. Una señora de 70 años remonta una calle empinada delante de nosotros, se esmera, jadea, persigue al candidato. Él es la gran noticia en esa remota vastedad.

La Atenas del Táchira. «Bienvenido a la Atenas del Táchira», reza un anuncio justo a la entrada de La Grita, un nicho oficialista por tradición. Capriles aparece como una exhalación y se oye el rugido de la multitud. En la tarima hay más gente que posibilidades, pero logró conseguir una rendija minúscula. El impacto es absoluto. El paisaje es una alfombra gigantesca de seres humanos, una manifestación vehemente de algo que solo tiene un nombre: furor.

Capriles se ha convertido en un fenómeno de masas. Hay, allí, un amasijo humano ondeando banderas y gorras de distintos partidos políticos, todos mezclados en un solo deseo. Gente en las platabandas, en los postes, en los bordes de las ventanas.

Aplaudiendo, gritando, desmayándose. El furor. Es eso.

No hay otra palabra.

El candidato puntualiza, propone. Sin retórica, sin cursilerías planetarias. Es lo opuesto a Chávez, esa incontinencia verbal que tiene, como diría Juan Cruz, «una asignatura pendiente con el silencio». Uno de los momentos más importantes es cuando Capriles termina su discurso e intenta volver a la Van en la que ya todos lo esperamos. Debe cruzar de nuevo el río crecido de sus seguidores.

Lo arañan, lo aprietan, lo revuelcan. Logra entrar, pero aún no sabe si está completo.

La gente golpea el vehículo como si fuera un tambor gigante. Quieren que se asome, que abra una ventana, que pruebe su existencia. Adentro lo espera un periodista del periódico francés Libération. Capriles se sienta en la última butaca y allí, entre frenazos, cornetazos y gritos, responde las preguntas del periodista. No hay tiempo para el descanso.

El momento íntimo. Pérez Vivas le da indicaciones al chofer para volver al aeropuerto con la mayor rapidez. La agenda se ha retrasado y el Zulia espera.

Pero Capriles pide desviarnos para visitar al Santo Cristo de La Grita. Le parece impensable estar tan cerca de él y no visitarlo. Ya en la iglesia se arma la logística para que su entrada no cause mayor perturbación.

Hay una importante cantidad de fieles. Capriles camina emocionado hacia el Cristo. Una mujer, que reza de rodillas, lo ve de soslayo y se hace la señal de la cruz: «¡Esto es un milagro!». Él va hacia el rincón más oculto. La imagen que veo me conmueve. Allí está, a los pies del Santo Cristo, con la cabeza gacha, tocándolo, en actitud de absoluto recogimiento, íngrimo. Sentí al país entero en ese rezo. Puede suponer uno ­sin temor a equivocarse­ que oraba por la suerte de un destino decisivo.

En ruta al aeropuerto, nos toca comer la dieta ya famosa en sus giras: pollo. Todo es frugal, austero, incómodo. Nada más tortuoso que comer en un vehículo que a toda prisa sortea curvas para que en el día quepa lo que queda por delante.

No hay chance de visitar merenderos, refrescarse con la cerveza del lugar, distenderse a la venezolana. No son vacaciones. Es la mayor contienda electoral de los últimos 14 años. Todo necesita estar bajo el compás de una disciplina monástica.

La ruta hacia la Grey Zuliana. El único momento de paz es cuando estamos a 30.000 pies sobre la tierra. Capriles busca distenderse. Habla de lo supersticioso que es. Alejandro Silva, una de sus dos manos derechas, relata el día en que la única opción para escapar de la muchedumbre era cruzando una escalera por debajo.

Capriles se negó. Le insistían.

Era una salida rápida, fácil.

No quiso. Prefirió atravesar el bosque de gente, cualquier cosa antes que pasar por debajo de una escalera. Habla de su fijación con el número 11, de gatos negros y espejos rotos.

Le pregunto por la gira más impactante que ha hecho. Dice Barinas, dice Falcón, oriente, territorios de raigambre chavista. Su sonrisa ya es una victoria.

La caravana en el Lejano Oeste. En Maracaibo, Capriles es recibido por el gobernador Pablo Pérez y la alcaldesa Eveling Trejo. Liliana Hernández, con su proverbial simpatía, nos pide seguirla escaleras arriba de un camión. Es como un enorme balcón rodante. Pregunto la necesidad de hacer una caravana en una zona donde la oposición ha reinado durante años. Me aclaran: vamos al Maracaibo que pocos conocen, al oeste. Al sitio donde nunca ha llegado una gota de petróleo. Al único territorio del Zulia donde suele ganar el chavismo. Ese ha sido el alarde de Capriles durante su campaña: penetrar, sin miedo, los lugares donde históricamente la oposición ha sido derrotada.

5:00 pm. La parroquia Venancio Pulgar es un lugar que hiere la vista de cualquier ser humano. Un paisaje que crispa. Un lunar vergonzoso en un estado lleno de oro negro.

Calles de tierra, sin alcantarillas, casas precarias, llenas de perros famélicos y puertas desgonzadas, montañas de basura en lo que deberían ser jardines. La parroquia entera parece un escombro. Un lugar arrasado por alguna tormenta. Un olvido de Dios. La caravana surca 24 kilómetros de pobreza sobrecogedora y extrema. Algunos de sus habitantes no parecen personas, sino fantasmas, espectros de la miseria, siluetas turbias, manchados de grasa y resignación.

Ese lugar es el peor de los saldos del estado paternalista que consolidó la cuarta República y que este proceso revolucionario llevó al paroxismo total.

Lo único con olor a nuevo en esos monumentos de la miseria es el afiche del Presidente. El resto es ruina, carencia, pies desnudos, aguas negras y oscuridad.

Cuentan que días atrás, conociendo ya la ruta de la caravana, el oficialismo vino a sembrar sus trincheras de guerra. Por eso, a cada tanto, nos conseguíamos con lo que llaman «los puntos rojos», grupos con franelas rojas voceando un odio absurdo. Asombraba ver a muchachas de 14, 15 años señalando con grotesca afectación sus genitales, en un gesto de sórdido desafío que no calzaba con la edad de sus ojos. Eran herederas directas de la agresividad que Chávez ha destilado durante más de una década. Alguien nos comentaba: «¡Eso es nada! ¡Antes no podíamos entrar a esta parroquia! Nos tiraban huevos, piedras, botellas. Lo de hoy es inédito. Logramos penetrarlos.

¡La gente se cansó de esa estafa llamada socialismo!».

Ir en una caravana sobre un camión exige tener los sentidos en alerta máxima. A dos cuadras del inicio, se escuchó el primer grito: «¡rama!». Nos acercábamos a la rama de un árbol justo a la altura de nuestra cabeza. Treinta personas al unísono nos agachamos para evitar el golpe. Otra vez arriba. Al instante, un nuevo grito: «¡cable!». Y otra vez agacharnos para evitar el latigazo de un cable de luz en nuestra frente. Estábamos en mitad de una extravagante sesión de aerobic. Los gritos de «¡cable!» y «¡rama!» se alternaban con variantes como «¡zapato!». Estaba allí, el emblemático zapato de la marginalidad que invariablemente termina enredado en un cable de luz, mientras ostenta su abandono.

De pronto, apareció un invitado no previsto en la agenda: la noche. Todo se volvió una oscurana. Desde una callejuela, vi salir a dos motorizados con el rostro oculto detrás de pañuelos rojos. Pensé lo peor.

La noche, a veces, es una cómplice sin escrúpulos. Barrera Tyzska y yo le comentamos a Manrique lo inconveniente de continuar la ruta. Estábamos en una zona donde pudiera ocurrir cualquier cosa. Lo que nos dijo un asistente nos congeló: «Falta la mitad del recorrido. La calle está llena de gente. Henrique no va a querer parar».

Media hora después, el cielo soltó una tanda de relámpagos. La lluvia se agregó a la caravana. La noche anterior había granizado, lo cual había sido leído como una respuesta de la geografía zuliana a la sentencia de Chávez: «Para que gane el majunche, tendría que caer granizo en Maracaibo». Reaparecen, empapados, Capriles, Eveling, Liliana, Pablo Perez. Adentro, esperaba al candidato un periodista del The Sunday Telegraph. A los 5 minutos, Capriles ya le está dando la entrevista, y en fluido inglés. Pero el recorrido no podía terminar, la gente seguía apostada bajo una lluvia violenta gritando una arenga interminable: «Que se abaje».

Él abría la ventana o se asomaba en la puerta y ocurría la histeria. Por las ventanas entran cartas, mensajes pidiendo ayuda económica, remedios, becas de estudio. De mi lado, un joven mete la mano para saludar a Eveling Trejo que está sentada a mi lado: «Yo no quiero que me resuelvan nada a mí, yo solo quiero que cambien el país».

La caravana había empezado a las 5:00 pm, eran las 9:00 pm, las nueve oscurísimas de la noche y todavía había puñados de gente esperando a Capriles, quien tuvo que detenerse 4 o 5 veces más a devolver tanto afecto. Dos vendavales se desataron sobre Maracaibo ese día. El más notable, sin duda, a cargo de un tenaz caraqueño que carga la marca del futuro en su rostro. Al cerrar la puerta de la habitación del hotel sentí un silencio distinto. Era el silencio que le sigue a la fiesta. Había sido testigo del furor ante un nuevo líder. Así de sencillo. El furor.

Al día siguiente, en el vuelo de regreso, fue Capriles quien ­cambiando las reglas del juego­ comenzó a interrogarnos sobre la difícil arquitectura de una telenovela o la calidad de ciertos actores locales. Y así, largo rato. Quería desconectarse del tema que lo obsesiona. Dentro de tres horas, estaría de nuevo montado en un avión para volar a Bogotá para reunirse con el presidente Juan Manuel Santos.

Era otra victoria. Debía subir a Caracas, meterse en un flux y montarse en otro avión. Pero no le importa el esfuerzo, el desgaste, la turbulencia. Se trata de su empresa de vida. Y, quizás, el último chance para la democracia en un país llamado Venezuela.

 

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7 respuestas

  1. perfecta la narrativa como todo lo que escribe padron, ojala el objetivo se cumpla y podamos volver a la democracia, y que capriles tenga la sensatez de que dos periodos presidenciales de 4 años cada uno es suficiente, necesitamos volver a creer en que la alternativadad en el poder es la razon de ser de la democracia…

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