“¿Cómo es posible que una modesta enfermera, una señora del servicio de un hospital, una asistente del montón, ascienda al cargo de Tesorera de la Nación?, ¿entendía de leyes y reglamentos?, ¿lo supo Chávez cuando le encomendó una responsabilidad fundamental para el erario, y para el resguardo de los intereses del pueblo? Ni siquiera un oscuro tirano como Juan Vicente Gómez, quien se las traía en materia de amiguismo y clientelismo, superó los excesos del teniente coronel”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Se ha estudiado la influencia del personalismo como uno de los lastres mayores de la política venezolana, capaz de burlarse de las instituciones y de provocar anomalías de difícil superación. Pero también se ha considerado el capricho de los hombres fuertes como asunto del pasado, o como fenómeno superado por la democracia representativa a partir de la segunda mitad del siglo XX. Nadie puede negar que, después de 1958, se buscaran salidas legales de gobernabilidad para desterrar los errores y los delitos que se debían atribuir al poder del mandón de turno, y a sus camarillas. ¿Problemas superados? Los escandalosos casos sobre los cuales se hablará de seguidas, promovidos por el teniente coronel Hugo Chávez desde una omnipotencia que parecía distintiva de una alejada historia, nos remiten a un retroceso debido a cuyo lastre se ha destruido, o se ha degradado hasta extremos escandalosos, el republicanismo que conquistó la sociedad después de grandes esfuerzos.
Para tener una idea de los avances en la persecución del monstruo de los compadrazgos y de los vínculos clientelares, conviene un comentario sobre cómo lo engordó el gomecismo hasta convertirlo en su rasgo evidente e indiscutible. La estabilidad del régimen dependió entonces de la entrega de porciones del territorio a unos procónsules que las administraban según su antojo y sobre cuya gestión solo daban cuenta ante el hombre fuerte que los designo para sus funciones. Tales procónsules, habitualmente generales sin uniforme que gozaban de la confianza del empleador supremo, manejaban la burocracia de cada estado, los nexos con las fuerzas vivas de cada lugar, los negocios productivos, los premios, los castigos, los chanchullos y hasta las minucias de la vida cotidiana partiendo de su entendimiento particular de las situaciones. Ellos eran el código y el bálsamo por disposición superior, y no había manera de escapar a sus decisiones porque eran producto de un entendimiento personal que solo podía variar si lo determinaba el numen habitualmente hermético que miraba desde la atalaya más alta en Maracay.
La situación queda más clara si recordamos algunos nombres: Eustoquio Gómez, Vincencio Pérez Soto, León Jurado, Timoleón Omaña, Juan Alberto Ramírez, Silverio González, José María García, por ejemplo. Pero también si nos fijamos en cómo los virreyes prepotentes desaparecen poco a poco de los asuntos públicos, para solo ocupar lugar céntrico cuando Chávez los resucita pese a carecer de credenciales mínimas para un ejercicio pasable de su trabajo. Ya cuando comienza el posgomecismo se hace cada vez más insólito su paso, para esfumarse del todo después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. En adelante no hay, hasta el triunfo de la “revolución”, elencos que se les parezcan. Son reemplazados por las tramas bordadas por los partidos políticos para colocar a sus líderes y a sus miembros en cargos de relevancia, o en ubicaciones menores, un hábito que, si no es un producto genuinamente republicano, ni una hechura cristalina de la democracia, representa una moderación del vínculo hombre fuerte-siervo eficiente que había orientado hasta extremos perversos las funciones de gobierno.
Desde el ascenso de Chávez ni siquiera se mantuvo la relación entre la necesidad del empleador y la eficacia del burócrata bendecido, porque el repartidor de los cargos no se detuvo en un asunto de cualidades cuando quiso distinguir al beneficiado. Solo quiso satisfacer un capricho, o demostrar afecto como si manejara tratos con la parentela, o complicidades de botiquín. Así vinculó unas relaciones de naturaleza pública con entendimientos privados que podía gratificar con creces al otro, al más allegado de sus cercanías, al más amado de los acólitos, debido a la utilización de los recursos del Estado. En ningún caso pensó en los atributos del preferido que pudieran ser útiles a la sociedad. La facilidad procedente de la hegemonía sin freno que estaba acumulando, condujo a situaciones parecidas a las del gomecismo, comentadas antes, o quizá más irritantes y repugnantes debido a las carencias de quienes seleccionó como estrellas de su firmamento.
El caso de la enfermera del teniente coronel, que mueve los noticieros y provoca estupefacción en estos días, es una evidencia contundente de lo que se viene afirmando. ¿Cómo es posible que una modesta enfermera, una señora del servicio de un hospital, una asistente del montón, ascienda al cargo de Tesorera de la Nación?, ¿existe una mínima alternativa para la justificación de su nombramiento, que no fueran los cuidados que prodigó a un poderoso enfermo en la habitación de una clínica?, ¿sabemos si la enfermera sabe leer y escribir con corrección o, más importante en este caso, si está familiarizada con las operaciones elementales de la aritmética?, ¿o si entendía de leyes y reglamentos, o si podía expresarse con alguna propiedad en actos públicos?, ¿lo supo Chávez cuando le encomendó una responsabilidad fundamental para el erario, y para el resguardo de los intereses del pueblo?, ¿el empleador desconocía los requisitos para el ejercicio de una función tan alta y delicada? Después de robar millones y millones de dólares, la señora, procedente del más amontonado de los montones, ha sido condenada por un juez de los Estados Unidos por delitos como lavado de dinero y otros negociados ilícitos. El empleador ni siquiera se detuvo a averiguar asuntos relacionados con sus costumbres, con testimonios de una honradez anterior, antes de que el lucero de una amiga predilecta encarnara una putrefacción llevada a límites inadmisibles que hoy son comidilla popular.
Pero que no es el único testimonio de un devastador personalismo. Lo precede el predicamento de un guardaespaldas que también mereció los mimos del mandón necesitado de subsanar una falta. Como le sacó un ojo cuando jugaban chapita en tiempos juveniles, cuando tuvo oportunidad Chávez lo convirtió en uno de los tuertos más afamados del país por la fortuna que se robó mientras ejerció cargos de la mayor escala para cuyo ejercicio carecía de credenciales dignas de atención, una situación que el mandón desdeñó porque sintió la necesidad de hacer de Santa Lucia con la plata de los venezolanos. Antes de pagar cárcel por numerosos delitos, el hombre celebérrimo de un solo ojo vivió como un magnate en Miami junto con sus familiares, y ahora se ofrece de testigo contra otros ungidos del jefe que tienen más agallas que currículo, y que no son pocos.
Solo se ha hablado aquí de dos casos debido a su notoriedad, y a que en estos días se regodean los medios con sus detalles, pero la más somera investigación demostrará que la irresponsabilidad se ha extendido hasta llegar a proporciones preocupantes, hasta extremos susceptibles de conducir a Venezuela hacia situaciones de derrumbe institucional que parecían superadas. De momento sirven para sugerir que ni siquiera un oscuro tirano como Juan Vicente Gómez, quien se las traía en materia de amiguismo y clientelismo, superó los excesos del teniente coronel.